LA MUERTE DE UN PARAGUAS
(O como una gran foto puede inspirar una historia)
Esther peleaba contra el
viento que había convertido una tarde lluviosa de finales de otoño en un
verdadero tormento. Su pequeño paraguas de color rojo no parecía suficiente
protección para la parte inferior de sus pantalones y buena parte del anorak
negro con el que se abrigaba, que estaban empapados. Ninguno de esos
inconvenientes era razón suficiente para interrumpir la espera.
De pie, junto a la zona de
aparcamiento que limitaba una acera no pavimentada, se recreaba con los
recuerdos que había alimentado la distancia. Evocaba paseos, conversaciones,
silencios, complicidades, muchos vividos no demasiado lejos de aquel mismo
lugar en el que dejaba que el agua y la humedad calaran su ropa y sus huesos,
respectivamente.
Lo más complicado, a parte
de conservar la paciencia amenazada por la ansiedad, era cogerle la mano a las
ráfagas ventosas que venían de un sitio y de otro caprichosas, amenazando con rematar
la existencia de un paraguas que había cogido prestado de casa de su madre sin
demasiado acierto. Aún así se mantenía firme, la compensación bien valía el
sacrificio.
Ocho meses es mucho tiempo
cuando se lucha contra la añoranza. Desde hacía varios años la Navidad cobraba
un sentido trascendente que solo quien se encuentre en su misma situación
podría comprender. Ganarse mejor la vida había sido la apuesta. Más días que
menos creía que tal vez ganar en ese sentido no era justificación suficiente
para el sufrimiento que la acompañaba día sí y día también.
Permanecer imperturbable
bajo el chaparrón con un minúsculo paraguas que luchaba contra su destino a
golpe de cambio de orientación, no hacía más que acrecentar la sensación de
abandono, de soledad, a pesar de que siempre estaba rodeada de gente.
Cómo suceden esas cosas
nadie lo sabe. Es difícil precisar cuándo va a acabar la incógnita cuando hay
tantos condicionantes como los que la rodeaban. El temporal con el que el
invierno anunciaba su llegada no era de gran ayuda: carreteras cortadas,
tráfico colapsado… Aún así, de forma inevitable sucedió, porque así estaba
escrito. Instintivamente, sin más razón aparente que escenificar físicamente la
espera, miró hacia su derecha.
Se acercaba caminando
despacio, con su perenne sonrisa, la misma que ella reproducía en sueños,
abrigado con un chaquetón oscura y cubierto con un paraguas tan oscuro como su chaquetón.
A pesar del camuflaje en medio de una tarde de tormenta, no le cupo duda.
Apenas rotó su cuerpo lo
suficiente para situarse de frente, justo en el mismo instante en el que el
viento, caprichoso y tal vez providencial, forzó las negras varillas de su rojo
paraguas hasta volverlas del revés. La lluvia se precipitó en toda su
intensidad sobre Esther, que confundió las lágrimas con las gotas que
salpicaban su cara implacables.
Roberto aceleró el paso y
antes de lo previsto la abrazó: «¡Ey!, que te mojas».
Esther se cogió a su pecho
como si no necesitara más protección que la suya contra las inclemencias:
«¡Cuánto te he echado de menos!»
Se besaron, rubricando así
ese instante tan anhelado. «Cariño, he venido para quedarme». Esther se amarró
a un abrigo húmedo con el corazón henchido de felicidad.
El pequeño paraguas rojo
vuelto del revés quedó en el suelo de una acera sin pavimentar flanqueada por
vehículos mojados, mientras los amantes celebraban el reencuentro pensando que
nunca la muerte de un paraguas tuvo tanta relevancia.
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