martes, 24 de noviembre de 2015

Un héroe anónimo que solo piensa que hizo 'algo bueno'


En esta profesión que tengo el orgullo de ejercer, a veces tengo la oportunidad de vivir experiencias muy bonitas, conocer a gente muy interesante y lo que es mejor, poder escribir sobre ello para que el máximo de gente posible conozca esas historias que pueden pasar desapercibidas. Es la manera de contar que más me gusta y hoy quiero compartir con vosotros un reportaje que publicó Levante de Castelló ayer, el periódico en el que colaboro y que me da estas oportunidades. Hoy os presento a Manuel Martí Blasco.

Manuel Martí Blasco, vecino de Moncofa, fue coprotagonista de una tragedia que en la época no trascendió, a pesar de cobrarse cientos de muertos y miles de heridos en una explosión en Cádiz, que convirtieron su paso por la mili en un doble ejercicio de fortaleza.

Manuel compartió esta experiencia con un amigo, también vecino de Moncofa, Tomás Breva Mondin.


Level, un pequeño perro, nos recibe con sus ladridos. Parece saber que su dueño no es consciente de la presencia de las visitas si no es por su alerta canina. De hecho, Manuel no tarda en aparecer con una sonrisa amplia y con un saludo cordial, incluso cariñoso. Sabe que estamos en su casa para escuchar su historia y se le nota agradecido, pero sobre todo emana amabilidad y energía, nadie diría que pronto cumplirá los 90 años.
            Manuel Martí Blasco es de Moncofa. Nació en esta localidad en abril de 1926 y allí sigue viviendo, con su fiel Level, al que dio nombre tras la lectura de la novela Chacal. Quienes le conocen pueden pensar que es un vecino más de Moncofa, incluso él lo cree, aunque en su memoria guarda un recuerdo que le hace diferente, y que, llegado este punto de su vida, quiere compartir con una única aspiración, “que la gente sepa que hice algo bueno”, algo especialmente bueno.
            Manuel hizo la mili en Cádiz, en la Marina, entre 1946 y 1948, dos años de su juventud que le marcaron por muchos motivos, especialmente por la gente que conoció. De hecho, no duda en afirmar que “entre San Fernando y Cádiz dejé a muy buenos amigos”. Y no es para menos. Dos años dan para mucho, sobre todo si uno forma parte de una banda de música militar y, entre otras cosas, se puede librar de la instrucción, según explica entre risas.
            Pero de lo que no se libró, más bien al contrario, fue de lo sucedido el 18 de agosto de 1947. Su expresión es fluida y sus recuerdos nítidos, como si no hubieran pasado 70 años. “Habíamos acabado de cenar y nos mandaron a dormir”. Cuando estaban disfrutando de las últimas conversaciones antes del descanso nocturno se fue la luz y “llamaron a zafarrancho de combate”, eran sobre las diez de la noche. Los soldados formaron ante su teniente, D. Manuel Lafuente, quien les informó de que “algo malo ha pasado en Cádiz”. Pidió voluntarios y les advirtió de que “quizás sea la primera vez que os vais a encontrar con la muerte en masa, el que tenga miedo, que se quede”. Manuel Martí no lo dudó, y junto a él un equipo de hombres, jóvenes de apenas 20 años, que subieron en dos camiones y salieron hacia la ciudad, donde les esperaba la devastación.
            Ninguno sabía lo que había sucedido, ni lo que iban a encontrarse, pero la muerte y el caos les recibieron a bocajarro. Manuel recuerda la primera intervención que realizaron: salvar a una mujer joven que levantaba una mano atrapada bajo una losa, y que en principio se mostró reticente a ser rescatada por ir en ropa interior.
            El grupo de Manuel, en el que estaba un amigo suyo, también de Moncofa, Tomás Breva Mondin, se trasladó como pudo hasta lo que quedaba del hogar infantil Niño Jesús, que estaba lleno de recién nacidos. Este octogenario vecino de Moncofa recuerda como lloró al coger al primer bebé entre sus brazos, “tenía los intestinos fuera”. Aunque consciente de que no había tiempo para lloros siguió trabajando como sus compañeros durante toda la noche, sacando niños, dispuestos a salvar a todos los que no habían muerto. Estuvieron hasta las 14 horas del día siguiente trasladando cadáveres y heridos, sin beber, sin comer, pero Manuel estaba contento por lo que había hecho, consciente de que había salvado vidas. Por eso no dejó que los recuerdos le martirizaran. Reconoce que algunos compañeros lo pasaron muy mal, su mejor amigo no podía ni hablar del tema sin desmayarse, pero “yo busqué vivir y divertirme todo lo que pude. Lo sentí mucho, pero seguí viviendo”.
            En más de una ocasión Manuel ha compartido esta dura experiencia con su familia pero no obtuvo la respuesta esperada, posiblemente porque nadie en España se enteró de la tragedia y la suya parecía una exageración de una batallita de la mili, nada más lejos de la realidad.
            Las causas de la tragedia todavía hoy se desconocen. El silencio de la dictadura las ahogó. Se sabe que estalló una de las dos naves que había en la zona del puerto con más de 1.500 bombas en su interior, asolando el barrio del puerto de Cádiz. Según rumores de la época, en una base de submarinos norteamericanos se realizó una prueba que acabó en masacre, pero nunca se habló del tema “entonces había miedo, no se hablaba de nada”
La tragedia podría haber sido mayor si hubiera sucedido lo mismo con una segunda nave idéntica a la primera, pero un grupo de seis marinos impidieron que sucediera “exponiendo su vida para apagar el fuego”. Manuel recuerda como esos seis marinos, dirigidos por su superior, decidieron intervenir para apagar las llamas que habían provocado la primera explosión y que se acercaban peligrosamente a la segunda. Mientras ellos rescataban a heridos alguien les alertó al grito de "Sálvese quien pueda" y él y sus compañeros lo intentaron, corriendo hacia la playa donde se lanzaron al suelo esperando a que sucediera algo, tal vez un milagro, que finalmente llegó de mano de la heroicidad de esos marinos, que en el año 1989 recibieron el homenaje de la ciudad de Cádiz ya que, si no hubiera sido por su determinación, según asegura Manuel, que vivió en primera persona la experiencia "habríamos muerto todos".
            Buscando en Internet uno puede saber que las cifras oficiales hablaron de más de 150 muertos y 5.000 heridos, algunos de ellos rescatados y supervivientes gracias a gente como Manuel Martí, cuyos vecinos, más de 70 años después, serán conscientes de su heroicidad.

            Nos despide con la misma amabilidad y simpatía con la que nos recibió, con la naturalidad de un hombre normal, aunque después de conocerle podemos afirmar que ya sabemos cómo son los héroes, personas de carne y hueso que en un momento determinado dan un paso al frente.






domingo, 15 de noviembre de 2015

Sentir

La mayor parte de las personas que conozco son buena gente y la experiencia me ha enseñado que lo son independientemente de su ideología política o de sus creencias, más bien tiene que ver con su educación y con su experiencia vital.

         Tengo la suerte de poder intercambiar reflexiones y opiniones sobre los  más diversos temas con personas de todo tipo, y al final, independientemente de las discrepancias, con la mayoría llego a la conclusión de que no se trata de tener razón o no, sino de saber aceptar que somos personas diferentes, con visiones diferentes de las mismas circunstancias y, a pesar de ello, somos capaces de convivir conscientes de que en la diversidad está la riqueza.

         Me educaron en la visión de un camino recto, al final del cual solo había un meta. Era un buen camino, no lo voy a negar, hablaba de respeto, de amor fraternal por el prójimo, de hacer el bien, pero cuando fui capaz de reconocer que tenía mi propio espíritu crítico, descubrí que no hay caminos rectos, sino que vivimos en una gran estepa sin sendas ni señales en la que, como mucho, podemos guiarnos por el sol o las estrellas.
        
         Aunque hace mucho tiempo que dejé de caminar en la dirección que me marcaron buscando un destino en el que no creo, reconozco que no me enseñaron nada malo. De hecho, en esa época, mi familia, maestros, profesores y algunos amigos, construyeron para mí unas bases firmes sobre las que he sido capaz de crecer. Sobre esas mismas bases sigo haciéndolo. También aprendí a reconocer mis errores y mis carencias, aunque lo de vivir más o menos bien consciente de esa identidad ya es otra cosa, unos días lo llevo mejor que otros.

         Pero en definitiva, considero que he tenido suerte. Vivo en libertad, dirijo mi destino, tomo mis propias decisiones y asumo mis errores sin más riesgo que el remordimiento cuando no consigo estar al nivel de mis propias expectativas y exigencias. Y estoy convencida de que es así porque un día tuve la suerte de nacer en la parte privilegiada del mundo, lo que algunos llaman el ‘mundo libre’, occidente, la civilización… o toda esa serie de etiquetas torpes y desafortunadas, como cualquiera de las etiquetas que se utilizan para distinguir o clasificar a los seres humanos.

         Llegados a este punto es cuando cobra sentido esta reflexión. Porque ayer me indigné o me entristecí, o simplemente me reafirmé en algunas de mis convicciones cuando comprobé como una reacción masiva se convirtió en motivo de reprobación para algunos que, desde mi punto de vista, tal vez se consideran moralmente superiores o mejores que el resto, cuando solo son diferentes o tienen una valoración de su entorno distinta a la del resto, y me molesta que la gente se sienta superior al resto de una manera u otra, porque supone una evidencia más de lo lejos que estamos de ser capaces de cambiar las cosas, porque en pequeña o gran escala defendemos las barreras que nos distinguen de los demás como un triunfo moral o físico, me da igual, cuando en el fondo, todo lo que no sea intentar construir juntos a pesar de las diferencias, en todos los casos, es una derrota.

         No me han gustado las críticas hacia las personas que decidieron, de manera espontánea, poner en su foto de perfil una bandera francesa, o que utilizaron el hastag #prayforparis. Leí muchos argumentos en contra de hacerlo, y gracias a ellos me di cuenta de que cualquier oportunidad es buena para marcar distancias con el resto, para reivindicarnos como personas mejores o más comprometidas que el resto, algo muy propio, por otra parte, de los seres humanos inteligentes que somos o nos consideramos.

Se habló de manipulación de los medios, de la conspiración del miedo, de la doble vara de medir… Y yo, que no niego ninguno de esos argumentos, solo podía pensar en que la mayoría de mis amigos de Facebook que aprovecharon la oportunidad que les daba la red social de solidarizarse con Francia, lo hicieron con buena voluntad, porque la gran mayoría, como digo, son buena gente.

         Cuando lo hicieron no estaban enviando un mensaje de indiferencia hacia el atentado en Beirut, hacia las refugiados sirios, hacia el comercio de armas, hacia el yugo del poder económico sobre la parte más desfavorecida del planeta. Solo manifestaron su horror y su solidaridad por un acontecimiento terrible que les tocó de cerca, demasiado cerca.

Porque no se sienten igual unas muertes que otras, es inevitable. No es lo mismo que en un accidente de autobús mueran 15 jóvenes que venían de una excursión, que en un fin de semana mueran 15 personas en la operación salida de no sé qué festividad. Todas son muertes, todas provocan mucho dolor, pero no las sentimos igual.

         Y es inevitable que no sintamos igual las muertes de Francia, que las de Beirut, lo que no quiere decir que no nos parezca la misma terrible realidad. Porque con los franceses que cenaban en un restaurante nos podemos identificar con mucha facilidad, algo que no sucede con las personas que murieron asesinadas en Beirut. ¿Quiere decir que somos indiferentes? No, creo que solo quiere decir que nos sensibiliza más lo cercano, lo que conocemos.

         Yo misma cambié ayer mi foto de perfil y sentí miedo, y pensé en mis hijos, y me asustó reconocer que ese mundo tan horrible, cuando le quitamos las etiquetas, es el mismo mundo en el que vivo cuando voy a comprar el pan por la mañana o cuando jugamos en el parque. Y mientras hago esas cosas no pienso permanentemente en todos esos niños que no pueden jugar en el parque porque no tienen parque, porque no tienen fuerzas, porque no ríen, no comen y no viven como mis hijos. Y eso le pasa, desde mi punto de vista, a la mayoría de la gente que conozco. Y sí, estuve entre esas personas a las que se les estremeció el alma cuando vimos la foto de un niño muerto en la orilla de una playa, al tiempo que era consciente de que no era el único. Y sí, no pienso en él todos los días, lo que no quiere decir que no sea consciente de que todos los días mueren niños, y la mayoría no aparecen en las playas, ni se les hacen fotos a sus cadáveres para conmoción de la comunidad internacional.

         La mayoría de la gente que conozco no es indiferente al mundo que le rodea, solo intenta vivir su día a día de la mejor manera posible, como una madre que ha perdido a su hijo y se enfrenta a un dolor diario y permanente, pero lucha por superarlo reproduciendo unas rutinas que, por otra parte, son indispensables para conseguirlo. Y cuando con el tiempo consigue salir a hacer la compra, a dar un paseo o a cenar con su marido, no quiere decir que ya no se acuerde de su hijo o de su dolor. De la misma manera que los refugiados sirios huyen de su país convencidos de que todo riesgo vale la pena si existe una pequeña posibilidad de huir, de sobrevivir, aunque muchos, demasiados, mueran en el intento. Al final, a todos nos mueven los mismos instintos, los mismos deseos, aunque por desgracia las circunstancias de unos de otros no tengan nada que ver.

         Creo que a la gente hay que informarla, no hay que castigarla por no saber. A la gente no hay que llamarla directa o indirectamente estúpida por no conocer o no querer conocer las verdaderas razones de los conflictos que martirizan a la humanidad, porque la mayoría de la gente no sabría qué hacer si se le diera la oportunidad de aportar una solución. No somos borregos, aunque no niego que haya quien nos trate como tales y se aproveche del instinto de supervivencia para conseguir sus fines. Los ejemplos se multiplican a lo largo y ancho de la historia de la humanidad.

         He leído muchos argumentos en defensa de una reacción equitativa a todos los dramas de la humanidad, todos con mucho sentido y con mucha razón si de dar razones se trata, pero los que me han entristecido son los que se fundamentaban en la reprobación de todas las personas que se dejaron llevar, que estaban confundidas, tristes o indignadas, o tenían miedo, y por eso colocaron una foto francesa en su perfil, y no una bandera de Beirut.

         Si no somos siquiera capaces de respetar estas pequeñas parcelas de libertad, ¿cómo vamos a ser capaces de resolver estos conflictos terribles, vergonzosos y tan propios de la humanidad, por otra parte?.

         Esta madrugada cambié mi foto de perfil y retiré la bandera francesa de mi perfil de facebook porque por un momento me sentí ofendida. No quería estar entre ese grupo de gente a la que lo que pasa en la otra parte del mundo le da igual. Quería estar entre  los que se considera moralmente mejor que el resto por ser consciente de los dramas de la humanidad y sus causas, y por manifestarlo públicamente con toda la vehemencia posible…

Pero no puedo sentirme así, porque no creo que ni yo, ni nadie, seamos mejor que la gran mayoría de personas que utilizan el mecanismo de la protección para sobrevivir, ante la imposibilidad o la incapacidad para defenderse de una realidad que no nos gusta y contra la que no sabemos qué hacer. Porque en este mundo también hay gente simplemente mala, sin escrúpulos, indiferente al sufrimiento de sus semejantes, que nos hace estremecernos solo al pensar que algún día podamos cruzarnos en su camino, aunque estemos metidos de lleno en él sin darnos cuenta. 




viernes, 2 de octubre de 2015

Ejercicio de tolerancia


En mi pueblo volvemos a estar en fiestas.

Lo cierto es que no suele ser el mejor momento del año para alguien como yo, a quien lo mismo le da sábados, que domingos, que fiestas de guardar.
Sé que a veces puede parecer que lo mío no son las rutinas, pero lo son, sobre todo la tranquilidad que esas rutinas me reportan. En una sociedad llena de estrés, de prisas, de atropellos y dolores de cabeza en cada esquina, traspasar la puerta de mi casa, sentarme en el sofá y respirar la seguridad de un entorno que controlo, rodeada de los míos, dejando el mundo que no para al otro lado de las paredes, es cuanto necesito para trabajarme la felicidad cotidiana. No pido más.

Pero ahora son fiestas. Lo de la rutina, la tranquilidad y sobre todo lo de entrar en mi casa y dejar el mundo que no para al otro lado de las paredes es prácticamente imposible, sobre todo cuando a muy pocos metros bajo la ventana de mi dormitorio hay una cochera en cuyo interior un grupo de adolescentes dan rienda suelta a sus ansias de rebeldía y libertinaje a golpe de decibelios.

Sí, me quejo bastante sobre este tema, ya lo sabéis quienes me seguís. Y sí, voy a seguir quejándome mientras haya una cochera bajo la ventana de mi dormitorio en cuyo interior un grupo de adolescentes den rienda suelta a sus ansias de rebeldía y libertinaje a golpe de decibelios.

A pesar de eso, en esta ocasión no voy a quejarme, ya lo haré mañana cuando vuelvan a poner la música a un volumen suficiente como para que todo hijo de vecino sepa de su existencia.

Hoy, para variar, voy a realizar un ejercicio de tolerancia, que sin lugar a dudas será muy saludable.

Es media noche, soy incapaz de dormir con la marcha del viernes inaugural de las celebraciones populares entrando por mi ventana de forma tan insistente, pero voy a demostrar que soy capaz de ser comprensiva con sus circunstancias. Son fiestas, vamos, hay que ser más flexible.

Por eso os invito a participar en el ejercicio de ponernos en el lugar del otro, que siempre viene bien.

Para eso os invito a convertir la frase ‘Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días’, en el eslogan de la próxima semana para todas las acciones que llevemos a cabo aunque, como digo, poniéndonos en el lugar de quienes están en ese casal que tantas horas de sueño y tranquilidad me roban.
Empecemos pues.

Os propongo que a partir de mañana, cada vez que cojáis el coche para desplazaros por Nules y tengáis que aparcarlo para hacer cualquier recado, hacedlo delante de un vado. A ser posible, además, encima de la acera. Bueno, es una acción un poco incívica y posiblemente pueda provocarle alguna molestia importante al propietario de la cochera, que por otra parte paga un impuesto por reservar el espacio de salida. Pero colocaremos un letrero bajo el parabrisas que diga: “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Seguro que lo entiende.

Otra acción que vamos a realizar cuantos nos unamos a este ejercicio de tolerancia será, cuando salgamos a tirar la bolsa de la basura, la dejaremos fuera del contenedor, aunque este esté vacío. Es mucho más cómodo, dónde vas a parar, y más higiénico que tener que tocar con las manos la tapa del depósito de plástico, que debe de estar llena de microbios. Seguramente cuando la basura empiece a amontonarse producirá molestias a las personas que vivan cerca del contenedor y a las que transiten por la zona, pero colocaremos una notita que diga: “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Entonces les parecerá bien.

Otra medida que nos ayudará a comprender lo bueno que es hacer un ejercicio de tolerancia como el que planteo será llamar a todos los timbres de las casas de camino al supermercado, o cuando vayamos de paseo. Da igual la hora del día, de hecho, cuanto más intempestivas sean más divertido, porque llamar cuando sabemos que el vecino no está en casa no tiene gracia. Si está durmiendo mejor que mejor, porque ver la cara del sujeto en cuestión cuando se levante del sofá o de la cama para abrir y ver que no hay nadie es la parte más motivante de la acción. Claro, previamente pegaremos con un poquito de celo junto al timbre un letrerito en el que ponga: “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Entonces no se enfadará. Igual se ríe y todo.

Finalmente, porque tampoco quiero que tengamos demasiadas tareas estos días, al fin y al cabo son fiestas, cuando pasemos junto a algún bebé, una persona mayor, alguien que esté enfermo, o simplemente una persona que parezca estar tranquila disfrutando de su vida tomando un café en una terrazita o sentada en un banco de la plaza mientras le pega el solecito otoñal en la cara, nos pararemos en frente y empezaremos a gritarle. Así, sin más, no hace falta ningún motivo especial. Podemos utilizar palabras soeces preferentemente, que son más cachondas, más divertidas. Les gritaremos y nos reiremos, y si nos piden por favor que no sigamos haciéndolo, les gritaremos más aún. Eso sí, antes de despedirnos les diremos muy amablemente: “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Y así estará todo justificado.

Moraleja del ejercicio de tolerancia: Si se trata de ser incívico, de no tener en cuenta el respeto por los demás, de hacer lo que nos plazca sin límites, y que eso se convierta en una costumbre socialmente aceptada, todos tenemos derecho a poder hacerlo, no solo quienes tienen un casal donde no existen normas, donde no se respeta el descanso de los vecinos y donde todo está permitido bajo la premisa de que “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días” . 

viernes, 11 de septiembre de 2015

La persona más importante del mundo


En esos momentos siempre pensaba en lo mismo, en cosas intrascendentes y superficiales. “¿Llevaré bien el flequillo?, ya no me da tiempo a volverme a mirar al espejo”. O “¿por qué al final habré decidido ponerme estos tacones?, a caso no será lo mismo con zapato plano?”. “¿Qué haré esta noche para cenar? Me he ido de casa y no he dejado nada preparado”.

Todo estaba oscuro, parecía estar sola, pero oía murmullos a su alrededor, de los que quiso abstraerse, como de cualquier otra cosa que la distrajera de su particular concentración dispersa. Contradicciones que hacen que no nos aburramos de nosotros mismos.

Se ajustó por enésima vez los pantalones que le ceñían más de lo que le habría gustado. Pero así estaban las cosas. Resultaba humanamente imposible adelgazar un par de kilos al menos en unos segundos para que esa sensación de tener la cinturilla tan apretada desapareciese, así que lo mejor era olvidarse de que cabía justo en aquella talla.

“No he bebido agua —pensó—. ¿Por qué no habré bebido agua? ¿Me dará tiempo todavía? No, mejor me espero”.

Tampoco podía decirse que fuera la primera vez que se enfrentaba a una situación semejante, pero hay situaciones semejantes y situaciones semejantes… Y finalmente podía ser que aquella situación no se asemejara a ninguna otra anterior, a pesar de compartir la apariencia.

Recolocó las cartulinas que tenía entre las manos de nuevo, como había hecho apenas 30 segundos antes.

No estaba nerviosa. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a estar al otro lado, el de los que son observados, por eso no le daba miedo el reto, ni la equivocación, tal vez sí un poco un traspiés, pero cualquiera de esas cosas pueden ser tan incontrolables como el azar mismo. Para impedir cualesquiera de esos imprevistos u otros de esos que siempre aparecen cuando menos se les espera, por eso son imprevistos, había repasado las fichas varias decenas de veces para no confundir la entonación, ni cambiar el sentido por no colocar una coma en su lugar. Todas las comas deben estar siempre en su lugar, el problema es que no siempre sabemos a ciencia exacta dónde van. Es un signo de puntuación caprichoso y polivalente y sujeto a menudo a la subjetividad.

Mientras deslizaba con cuidado los dedos índice y pulgar por la punta de su flequillo, sus pensamientos se extraviaban por el camino de la reflexión ortográfica y la alta consideración que tiene un buen uso del lenguaje… pero la música cesó y el momento decisivo se precipitó sobre sus hombros.

Romper el hielo, ese era el encargo. Captar la atención, el compromiso. Conseguir que todo tuviera sentido, la responsabilidad.

Esperó. En esos casos siempre hay una señal que anuncia el primer paso. El flequillo, la cinturilla apretada, los tacones, las comas, los puntos, los nervios que no lo son, o tal vez sí, se callaron y se quedaron quietos en esa parte del cerebro donde se guardan las cosas que no se necesitan, de momento.

La cabeza que observaba asintió. Y sus pies comenzaron a adelantarse el uno al otro con toda la elegancia con la que es capaz de desplazarse quien nunca se ha considerado elegante.

Cogió todo el aire que pudo por la nariz y lo devolvió al lugar del que había venido por la boca, pausadamente.

El último pensamiento fue para sus hijos.

En medio del escenario una luz circular marcaba el punto exacto en el que sus pies debían detener a su cuerpo. Se situó en el centro. Juntó los pies. Se aseguró de que la primera ficha de papel estaba en su lugar y levantó la cara. Pese a no verse casi nada, lo vio todo. Cientos de personas sentadas frente a ella esperando a que empezara a hablar, tal vez preguntándose qué iba a decir o cómo iba a hacerlo.

En aquel preciso instante fue consciente de lo insignificante de su papel. Solo un nexo de unión, dar paso, informar, ser pausa e hilo conductor. Ninguna de aquellas personas silenciosas y respetuosas estaban allí para escucharla. Pero iban a hacerlo.

Las primeras palabras que se oirían en aquel auditorio esa tarde iban a ser las suyas, y después de ella, personas cuyas ideas valen la pena ser contadas. Personas que cargan sus mensajes de esperanza, de futuro, de contenido, pero sobre de significado.

Era su segundo TEDx la Vall. Y justo antes de abrir la boca para desear buenas tardes y agradecer la presencia de todos en aquel auditorio en nombre de la organización, se sintió la persona más importante del mundo.

Romper el hielo, dar paso, lograr captar la atención y conseguir que todo tuviera sentido… Un regalo que me hicieron un equipo de profesores de secundaria de la Vall d'Uixó. Nunca un papel tan insignificante dentro de un proyecto cargado de ilusión y compromiso social, tuvo tanta trascendencia. Así lo viví.

Este post nace de las fotos que veo en el facebook de los teders por el mundo. Yo no soy un teder por el mundo (qué más quisiera…). Solo soy una víctima más del contagio de la esperanza y de la convicción de que se pueden cambiar las cosas a mejor. Por eso, desde el primer momento, el mundo del TEDx se quedó a vivir conmigo. 


viernes, 4 de septiembre de 2015

Yo resucité a Ovidi Montllor


Sí, fui yo. Yo resucité a Ovidi Montllor el día 30 de agosto de 2015. Solo necesité cuatro líneas, ni una más ni una menos. Yo soy la autora de la frase: “(…) han conseguido, por ejemplo, que el escritor Ovidi Montllor presentara en la localidad, dentro de la Setmana del Llibre, su última publicación: Un obrer de la paraula”, refiriéndome a un acontecimiento que se produjo en abril de 2015.
No fue un fallo de mi fuente de información, ni malinterpreté sus palabras. No fue un error de transcripción. Es mucho más sencillo: desconocía que Ovidi Montllor hubiera fallecido en el año 1995 víctima del cáncer y no presté la atención necesaria a un simple cartel, el que anunciaba el acto en cuestión. Me quedé en la superficie y el resultado fue la resurrección.

No me siento orgullosa de no saber, aunque reconozco que desconozco muchas más cosas de las que sé, es una enseñanza que me da la vida a diario. Por eso, donde unos ven un error gravísimo y otros un fallo sin mayor importancia, yo recibí una recurrente lección: equivocarse es demasiado fácil y hacerlo tiene consecuencias.

Soy periodista de vocación, alguna vez lo he dicho. Me creo la parte teórica de esta profesión que todavía hace mucho y muy bien por ese derecho fundamental que tiene la gente de estar informada. En este post no voy a entrar en el debate de esa otra parte en la que se hace tan poco y tan mal por el mismo derecho, porque opiniones hay muchas y esta es solo una reflexión personal sobre mis acciones, para nada pretenciosa. Sigamos pues.

Porque me creo mi trabajo comprendo la responsabilidad de todo lo que escribo si después va a ser publicado. El lector (lo mío es la prensa escrita), sabrá de lo que sucede por lo que yo le cuente. Nada más ni nada menos. Por eso entiendo la gravedad de haber afirmado que Ovidi Montllor estuvo en Nules cuando llevaba 20 años muerto.

No me gusta equivocarme, pero lo hice. Mi error puede haber irritado a algunas personas, puede haber confundido a otras y sin duda habrá malinformado a la mayoría, y todo en cuatro frases. Pero lo que más lamento, sinceramente, es que por no haber prestado la suficiente atención al texto de un cartel, el que pretendía ser un reportaje de promoción de una asociación local se haya quedado en una anécdota. De hecho, esa circunstancia ha motivado este post, haber encontrado una referencia a ese artículo en facebook, en el que solo se recoge una fotografía de esa párrafo, sin hacer referencia a todo lo demás.

Intento esforzarme al máximo en mi trabajo. Suelo preguntar mucho, incluso en exceso, pero porque quiero saber todos los matices, todas las perspectivas de lo que voy a contar a los lectores antes de ponerme a escribir. Y en el caso del reportaje que nos ocupa lo hice. Pregunté. Y me equivoqué en lo no preguntado.

Soy plenamente consciente de que el resultado de ese error será motivo de críticas, benévolas algunas y maliciosas otras, merecidas todas. Puede que se cuestione mi profesionalidad por este hecho. Lo comprendo y lo asumo. Las cosas que se hacen mal tienen más peso que las que se hacen bien, y como dice mi padre, “una vez que maté a un perro, mataperros me llamaron” y eso no lo cambiará este post, que solo pretende ser una expurgación.

Para qué mentir. Conocía de la existencia de Ovidi Montllor, tenía referencias suyas, pero no sabía que había muerto, ni que podía ser un símbolo de relevancia para muchas personas. Y no sabía eso, como tampoco sé otras cosas que para algunas personas pueden ser esenciales o de cultura general básica, de la misma forma que entiendo que esas mismas personas pueden desconocer cosas que para mí son trascendentales. Pero ahí estriba la singularidad de la imperfección humana. Otra cosa es si somos capaces de perdonar y tolerar la imperfección de los demás, o reconocer la propia.

Recuerdo cuando durante la carrera nos obligaban a hacer test de actualidad en la asignatura de redacción. Quien tenía un número determinado de errores no aprobaba el examen. El argumento era irrefutable: hay cosas que un periodista debe saber. Entre ellas no se puede desconocer, por ejemplo, el nombre del presidente de la Generalitat, la composición del Gobierno o cuántos países forman la UE (creo que esta la contesté mal), aunque es más disculpable la necesidad de conocer quien es el Director General de Innovación o la nacionalidad del último premio Nobel de economía. Estas cuestiones se pueden descubrir investigando un poco.

En el artículo en cuestión fallé precisamente en eso.

Este post es mi particular fe de erratas, en la que exculpo al periódico para el que trabajo, que se limitó a confiar plenamente en todo lo que yo escribí, como no podía ser de otra forma.

Y como no me gusta ser de las que tiran la primera piedra, porque no estoy libre de pecado, solo pido benevolencia, pero sobre todo que, tras reconocer el error, se preste atención al fondo de lo que quise contar.

Seguiré sin saber muchas cosas que otros saben y cuyo desconocimiento considerarán inexcusable, pero en mi patinazo no hubo maldad ni intencionalidad alguna, como sí que existe a diario en esta profesión tan denostada y que tanto venero con el consentimiento de muchos (y no me voy a extender más en este tema).

Precisamente por la ausencia de intencionalidad espero obtener el perdón del lector y que, después de darme un merecido cachete, siga confiando en que lo que le cuento es fruto de mi empeño por saber lo máximo posible, para lograr que quienes me leen sepan un poco más.