viernes, 1 de abril de 2016

Yo soy nieta de Paco 'El Forn'

Jo sóc neta de Paco El Forn*

(*Yo soy nieta de Paco El Forn. Lo de El Forn no lo traduzco porque le robaría esa esencia que tienen los sobrenombres, ese no se qué o qué se yo que los hace especiales, sería como querer traducir algunos apellidos, como querer ponerle puertas al campo… En resumen, que para los que no tenéis la fortuna de hablar y entender el valenciano, solo os doy la pista de que está relacionado con el oficio de panadero, que era el suyo).

Cuántas veces habré pronunciado esta misma frase desde que tengo uso de razón. La pregunta siempre era la misma «Xiqueta, i tú de qui eres?»*

(*Chiquilla, ¿y tú de quién eres?)

Y por supuesto, la respuesta todas las veces era idéntica: «Soy nieta de Paco El Forn. Mi tío es Paco Garcés, el de los electrodomésticos. Sí, mi madre es su hermana y de Sandalines, el de la imprenta», aunque hay que precisar que mi tío de Sandalines solo tenía a su mujer, aunque con el paso del tiempo casi se hizo más dueño de ese apellido que ella.

Mi infancia y buena parte de mi juventud ha estado vinculada muy estrechamente a la Vall d’Uixó. Allí he crecido, he jugado, he reído, he llorado, allí me estrené profesionalmente, allí me llevé los primeros golpes severos de la vida y también logré grandes satisfacciones. Mi primer premio literario lo gané en la Vall. El primer acto que presenté, fue en la Vall, la primera vez que hablé por una emisora de radio, la primera vez que intervine en un programa de televisión… Son tantas primeras veces en la Vall d’Uixó…

Tengo grandes amigos en esta ciudad y preciosos recuerdos (la práctica totalidad de los recuerdos feos no sé de dónde son, porque no los guardo, los tiro a la basura y deben de estar en algún vertedero convirtiéndose en gas metano, o en lo que quiera que se convierta la basura cuando se amontona y se abandona…).

He hecho y vivido tantas cosas en la ciudad vecina, el pueblo natal de mi madre y el adoptivo de mi padre, que me corre un no se qué por la cadena umbilical (que es como denomina mi hijo a la columna vertebral), que es como si formara parte de mi ADN, de mi propia esencia como persona.

Un día me distancié. Cosas que tiene la vida que te trae de aquí para allá y que te ofrece otras oportunidades, otros trabajos, otras amistades, una familia y unos hijos que son más de Nules que su propio nombre… Y dejé de patear casi a diario las calles de un pueblo que conocía mejor que el mío propio. Al principio lo eché de menos, pero cuando vine a darme cuenta pasaban semanas, incluso meses, sin recorrer los escasos kilómetros que separan mi vida de hoy, con la de ayer.

Pero ahora vuelvo a estar vinculada con la Vall. Lo dicho, caprichos del destino. El otro día tuve que dar un buen rodeo para llegar a la placeta de Sant Vicent, como tantas veces antes me había tocado hacer por el montaje de la feria en su acceso principal. Había quedado allí con el presidente de las fiestas, como tantas veces antes había quedado y pasé por la calle Diputación. El coche no se detuvo, pero mi corazón sí cuando vi a lo lejos el letrero de Garcés en la fachada de un edificio. Pocos metros más adelante, la puerta de la casa de mis abuelos. Me quedé allí, a pesar de que el vehículo y mi cuerpo siguieron el camino hasta la plaça dels Gitanos.



Los recuerdos se agolparon de tal manera que era incapaz de procesarlos. Me abordaron olores y sabores, escenas y visiones que formaban parte de una memoria dormida. Los vasos de leche con cola-cao (mucho, pero mucho cola-cao) en los que mojaba las galletas Río; los xuplaors (spaguettis) con carne de conejo, pollo o lo que hubiera en la nevera, las longanizas secas de la Chimberlina, la sopa de pepitetes… Me acordé del mueble del salón, cubierto en su parte superior por un cristal que protegía una infinidad de fotos, pequeños retales de la vida de toda la familia, la de los Garcés.



Me acordé del patio, que tenía dos alturas, siempre lleno de plantas, sobre todo geranios. Desde el inferior se veían los patios interiores de las casas de la manzana y la vista del Campanar de la Asunción. Fue inevitable que entrara en un flash back emocional al cuarto de los trastos, donde mi abuela guardaba los juguetes, muchos de los cuales no nos dejaba tocar porque eran de Gabriel, nuestro primo. Que nunca le he preguntado cuántas veces jugaba con ellos, alguna vez lo haré.



Recuperé la imagen de esa escalera que subía a una tercera terraza superior, a la que nunca accedí, a pesar de que ganas no me faltaron. Y es que en esa casa habían unas cuantas puertas que no teníamos permiso para traspasar, lo cual se convertía en el mejor motivo para imaginar historias y aventuras que siempre jugamos, pero nunca vivimos.



Me acordé de que las habitaciones olían a fiesta, porque siempre que dormíamos allí era fin de semana o estábamos de vacaciones. Reñíamos por las camas, aunque había bastantes, pero la cuestión era discutir. Yo creo que las probé todas, menos la de mis abuelos.

Me acordé de mi abuelo sentado en la mecedora, en el comedor, con esos grandes ventanales que daban al Campanar a su lado, y como cuando mi hermana le decía que bajara las persianas porque salíamos en ropa interior y nos podían ver. Él le contestaba «Sí fill meu, ahí estàn tots penjats en pinces als fils d’estendre per a vore’t a tú»*

*(Sí hija mía, ahí están todos colgados con pinzas en los hilos de tender para verte a ti)




Recuerdo lo rabioso que se ponía cuando veía a Miguel Bosé en la televisión. Posiblemente sería la única persona en el mundo a la que mi abuelo odiaba de forma incondicional. Y cuánto nos reíamos nosotras haciéndole rabiar cuando veíamos las repeticiones de los especiales de Nochevieja.

Fue inevitable sentir el mismo escalofrío que experimentaba cada vez que mi abuela me llevaba al baño y me decía: «Ale, llavat be el parrús en el xorret»*, un xorret de agua fría o más bien congelada, que te despertabas sí o sí.

*(Ale, lávate bien… —No se bien como traducirlo, lo haré a lo fino—, ‘los genitales’ con el chorrito).

Pensé en la cantidad de veces que bajábamos a jugar en la calle. Tenía mis propios amigos de la Vall. Me vienen a la cabeza los nombres de Mariola y Germán, aunque no tengo ni idea de qué será de sus vidas ahora.

Y no pude evitar evocar los habituales y constantes paseos desde casa de mi abuela hasta la tienda de electrodomésticos de mi tío donde tenía un buen puñado de primos: Paco, Tere, Mari, Tica, Laura, Gabriel… ¡Cuántas cosas habremos vivido juntos! Raquel y Vicente José… ¡Cuánto nos cambia la vida y cuánto nos aleja sin darnos cuenta!

Pero todos tenemos algo en común que no perderemos nunca: todos esos recuerdos y un apellido, que al final, objetivamente, es solo como una matrícula que nos diferencia del resto de gente y que oírlo de seguido nos suena raro más allá de cuando nos pasaban lista en clase y tenemos que identificarnos ante organismos oficiales.

El otro día, mientras iba a por el libro de fiestas de Sant Vicent para poder estar al tanto de todos los actos programados y así cubrirlos en mis noticias y reportajes de manera conveniente, volví a sentirme parte de todo eso, de ese pueblo que tanto ha cambiado, pero que en muchas cosas sigue siendo el mismo. Y concluí que me enorgullece tener ese apellido Garcés, sonoro, melódico, tan parecido al agradecimiento, con tanta herencia y tantas cosas que contar sobre una familia, que es la mía, con unas personas a las que quise mucho y a las que quiero tanto…


Ahora, cuando hablo con alguien ya no digo que soy ‘neta de Paco El Forn’. Suelo decir que soy Mònica Mira, y ya la gente me conoce. Utilizo poco lo de Garcés, por eso este particular homenaje a esa parte de mi nombre que tanto dice de mí.