Jo sóc neta de Paco El Forn*
(*Yo soy nieta de Paco El Forn. Lo
de El Forn no lo traduzco porque le robaría esa esencia que tienen los
sobrenombres, ese no se qué o qué se yo que los hace especiales, sería como
querer traducir algunos apellidos, como querer ponerle puertas al campo… En
resumen, que para los que no tenéis la fortuna de hablar y entender el
valenciano, solo os doy la pista de que está relacionado con el oficio de
panadero, que era el suyo).
Cuántas veces habré
pronunciado esta misma frase desde que tengo uso de razón. La pregunta siempre
era la misma «Xiqueta, i tú de qui eres?»*
(*Chiquilla, ¿y tú de quién eres?)
Y por supuesto, la
respuesta todas las veces era idéntica: «Soy nieta de Paco El Forn. Mi tío es
Paco Garcés, el de los electrodomésticos. Sí, mi madre es su hermana y de
Sandalines, el de la imprenta», aunque hay que precisar que mi tío de
Sandalines solo tenía a su mujer, aunque con el paso del tiempo casi se hizo
más dueño de ese apellido que ella.
Mi infancia y buena parte
de mi juventud ha estado vinculada muy estrechamente a la Vall d’Uixó. Allí he
crecido, he jugado, he reído, he llorado, allí me estrené profesionalmente,
allí me llevé los primeros golpes severos de la vida y también logré grandes
satisfacciones. Mi primer premio literario lo gané en la Vall. El primer acto
que presenté, fue en la Vall, la primera vez que hablé por una emisora de
radio, la primera vez que intervine en un programa de televisión… Son tantas
primeras veces en la Vall d’Uixó…
Tengo grandes amigos en
esta ciudad y preciosos recuerdos (la práctica totalidad de los recuerdos feos
no sé de dónde son, porque no los guardo, los tiro a la basura y deben de estar
en algún vertedero convirtiéndose en gas metano, o en lo que quiera que se
convierta la basura cuando se amontona y se abandona…).
He hecho y vivido tantas
cosas en la ciudad vecina, el pueblo natal de mi madre y el adoptivo de mi
padre, que me corre un no se qué por la cadena
umbilical (que es como denomina mi hijo a la columna vertebral), que es
como si formara parte de mi ADN, de mi propia esencia como persona.
Un día me distancié. Cosas
que tiene la vida que te trae de aquí para allá y que te ofrece otras
oportunidades, otros trabajos, otras amistades, una familia y unos hijos que
son más de Nules que su propio nombre… Y dejé de patear casi a diario las
calles de un pueblo que conocía mejor que el mío propio. Al principio lo eché
de menos, pero cuando vine a darme cuenta pasaban semanas, incluso meses, sin
recorrer los escasos kilómetros que separan mi vida de hoy, con la de ayer.
Pero ahora vuelvo a estar
vinculada con la Vall. Lo dicho, caprichos del destino. El otro día tuve que
dar un buen rodeo para llegar a la placeta de Sant Vicent, como tantas veces antes
me había tocado hacer por el montaje de la feria en su acceso principal. Había
quedado allí con el presidente de las fiestas, como tantas veces antes había
quedado y pasé por la calle Diputación. El coche no se detuvo, pero mi corazón
sí cuando vi a lo lejos el letrero de Garcés en la fachada de un edificio.
Pocos metros más adelante, la puerta de la casa de mis abuelos. Me quedé allí,
a pesar de que el vehículo y mi cuerpo siguieron el camino hasta la plaça dels
Gitanos.
Los recuerdos se agolparon
de tal manera que era incapaz de procesarlos. Me abordaron olores y sabores,
escenas y visiones que formaban parte de una memoria dormida. Los vasos de
leche con cola-cao (mucho, pero mucho cola-cao) en los que mojaba las galletas
Río; los xuplaors (spaguettis) con
carne de conejo, pollo o lo que hubiera en la nevera, las longanizas secas de
la Chimberlina, la sopa de pepitetes…
Me acordé del mueble del salón, cubierto en su parte superior por un cristal
que protegía una infinidad de fotos, pequeños retales de la vida de toda la
familia, la de los Garcés.
Me acordé del patio, que
tenía dos alturas, siempre lleno de plantas, sobre todo geranios. Desde el
inferior se veían los patios interiores de las casas de la manzana y la vista
del Campanar de la Asunción. Fue inevitable que entrara en un flash back emocional al cuarto de los
trastos, donde mi abuela guardaba los juguetes, muchos de los cuales no nos
dejaba tocar porque eran de Gabriel, nuestro primo. Que nunca le he preguntado
cuántas veces jugaba con ellos, alguna vez lo haré.
Recuperé la imagen de esa
escalera que subía a una tercera terraza superior, a la que nunca accedí, a
pesar de que ganas no me faltaron. Y es que en esa casa habían unas cuantas
puertas que no teníamos permiso para traspasar, lo cual se convertía en el
mejor motivo para imaginar historias y aventuras que siempre jugamos, pero
nunca vivimos.
Me acordé de que las
habitaciones olían a fiesta, porque siempre que dormíamos allí era fin de
semana o estábamos de vacaciones. Reñíamos por las camas, aunque había bastantes, pero la cuestión era discutir.
Yo creo que las probé todas, menos la de mis abuelos.
Me acordé de mi abuelo
sentado en la mecedora, en el comedor, con esos grandes ventanales que daban al
Campanar a su lado, y como cuando mi hermana le decía que bajara las persianas
porque salíamos en ropa interior y nos podían ver. Él le contestaba «Sí fill
meu, ahí estàn tots penjats en pinces als fils d’estendre per a vore’t a tú»*
Recuerdo lo rabioso que se
ponía cuando veía a Miguel Bosé en la televisión. Posiblemente sería la única
persona en el mundo a la que mi abuelo odiaba de forma incondicional. Y cuánto
nos reíamos nosotras haciéndole rabiar cuando veíamos las repeticiones de los
especiales de Nochevieja.
Fue inevitable sentir el
mismo escalofrío que experimentaba cada vez que mi abuela me llevaba al baño y
me decía: «Ale, llavat be el parrús en el
xorret»*, un xorret de agua fría
o más bien congelada, que te despertabas sí o sí.
*(Ale, lávate bien… —No se bien
como traducirlo, lo haré a lo fino—, ‘los genitales’ con el chorrito).
Pensé en la cantidad de
veces que bajábamos a jugar en la calle. Tenía mis propios amigos de la Vall. Me
vienen a la cabeza los nombres de Mariola y Germán, aunque no tengo ni idea de
qué será de sus vidas ahora.
Y no pude evitar evocar
los habituales y constantes paseos desde casa de mi abuela hasta la tienda de
electrodomésticos de mi tío donde tenía un buen puñado de primos: Paco, Tere,
Mari, Tica, Laura, Gabriel… ¡Cuántas cosas habremos vivido juntos! Raquel y
Vicente José… ¡Cuánto nos cambia la vida y cuánto nos aleja sin darnos cuenta!
Pero todos tenemos algo en
común que no perderemos nunca: todos esos recuerdos y un apellido, que al
final, objetivamente, es solo como una matrícula que nos diferencia del resto
de gente y que oírlo de seguido nos suena raro más allá de cuando nos pasaban
lista en clase y tenemos que identificarnos ante organismos oficiales.
El otro día, mientras iba
a por el libro de fiestas de Sant Vicent para poder estar al tanto de todos los
actos programados y así cubrirlos en mis noticias y reportajes de manera
conveniente, volví a sentirme parte de todo eso, de ese pueblo que tanto ha
cambiado, pero que en muchas cosas sigue siendo el mismo. Y concluí que me
enorgullece tener ese apellido Garcés,
sonoro, melódico, tan parecido al agradecimiento, con tanta herencia y tantas
cosas que contar sobre una familia, que es la mía, con unas personas a las que
quise mucho y a las que quiero tanto…
Ahora, cuando hablo con
alguien ya no digo que soy ‘neta de Paco
El Forn’. Suelo decir que soy Mònica Mira, y ya la gente me conoce. Utilizo
poco lo de Garcés, por eso este particular homenaje a esa parte de mi nombre
que tanto dice de mí.