TIEMPO DE AMAR
(O de como un amigo se convierte en cómplice de historias en solo un clic)
Manuel
reposaba en una de las jardineras diseñadas a modo de banco circular decoradas
con trencadís que nunca le habían acabado de gustar. En su momento no negó que
la reforma de la avenida fuera necesaria, pero echaba de menos unos imponentes
árboles que le habían dado sombra mientras se evadía con los vileros piando sus
melódicos cantos.
Dependiendo de la posición del sol
igual refrescaba que no, a pesar de estar en pleno mes de diciembre. «El tiempo
se ha vuelto loco», pensó mientras acariciaba con cadencia la superficie gélida
sobre la que se había sentado, compuesta de pequeñas porciones cerámicas unidas
entre sí para dar forma a un decorado colorido, muy de moda en una zona en la
que la industria azulejera había cobrado un protagonismo que antaño no tuvo.
Manuel observaba las hojas amarillas
y marrones que se resistían a abandonar las ramas de los árboles, preparados
para recibir al invierno, y concluyó que constituían una bonita alegoría de su
propia vida. El sol matizaba los perfiles de los edificios y anunciaba el final
de una nueva jornada, un motivo de celebración más. Un día más…
Cruzó las piernas a la altura de los
tobillos y observó sus zapatos. Se los había comprado María en el mercado del
viernes. Se empeñaba en hacerlo de vez en cuando, comprarle cosas para que
fuera siempre «bien arreglado», decía cuando llegaba a casa con cualquier nueva
adquisición. Él protestaba recordándole que la economía no estaba para gastos
innecesarios, pero ella no consideraba innecesario nada de lo que hacía por él.
María era una buena mujer y se
sentía orgulloso de ella, aunque no lo decía. Nunca lo había dicho en voz alta.
Se abrió ligeramente la cremallera
de la chaqueta, que también le había comprado María. Después de varios días de
temporal la ciudad volvía a resistirse a aceptar que el invierno debería de
imponer su presencia con gélidas temperaturas. «El tiempo se ha vuelto loco», murmuró
esta vez en voz alta.
No sabía que iban a cenar esa noche.
Últimamente no tenía demasiado apetito, pero María era muy buena cocinera,
cualquier cosa que preparara merecía ser degustado y así lo haría sin
rechistar, aunque podría conformarse con un vaso de leche y galletas.
Cuando la vio salir de la tienda no
sonrió por fuera, pero sí por dentro. Era la mujer más hermosa del mundo. Con
cuidado metía algo en su monedero, sin duda las vueltas de la compra que
seguramente no habría repasado, era descuidada para esos detalles, pero todo no
podían ser virtudes. Se azuzó el pelo con suavidad, como hacía decenas de veces
al día, como si le hiciera falta arreglarse. «¡Qué guapa eres María!», afirmó
Manuel para sus adentros poniéndose en pie para recibirla.
Cruzó con cuidado tras cerciorarse
de que ningún vehículo se aproximaba bajo la atenta y enamorada mirada de
Manuel. Una vez al otro lado, en el paseo peatonal que dividía la avenida en
dos, le explicó con su dulce y melódica voz que «con unas tortillitas a la
francesa nos arreglamos esta noche» y él solo asintió cogiendo la bolsa.
Se situaron uno junto al otro, como
habían hecho tantas y tantas veces en las mismas circunstancias, y como en
todas ellas María se agarró de su brazo mientras él levantaba tanto como podía
la barbilla orgulloso de exhibir a una mujer tan bella, a pesar de su piel
arrugada, de su pelo canoso, de su dolor de rodillas y esa ligera artrosis que
le arrebataba la energía para ser tan joven como se sentía.
Cincuenta años de matrimonio es
mucho tiempo, pensó, pero como las hojas que se resistían a abandonar el árbol
a pesar del implacable invierno, Manuel se llenó de ese tiempo de amar, el que
le brindaba un nuevo día con su querida María.
Para Antonio Sánchez
y todas esas personas que no dejan de quererse
a pesar del paso del tiempo.
Que bonito ito Moni. Hacía mucho tiempo que no te leía por aquí. Un saludo😁
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