miércoles, 15 de junio de 2022

Relato de una amistad en voz alta

 RELATO DE UNA AMISTAD EN VOZ ALTA


Un día de 2008 entré en su despacho. Él buscaba a alguien especializado en comunicación y yo un trabajo. Me dijo que no confiaba en mí. Me conocía, sabía que había trabajado para PP, PSOE, EU y algún que otro partido político más. Mal expediente en según qué ambientes. Le dije que nunca sabría si podía confiar en mí si no me dejaba demostrarle que soy una profesional de lo mío sin filiaciones. Y me dijo: «Demuéstramelo».


Recibió llamadas, presiones. Y no pocas. Sin vinculación directa con ningún partido y, en consecuencia, sin vinculación directa con su partido, para muchos de ‘los suyos’ mi perfil no era el deseado. No escuchó a nadie, salvo a su instinto, salvo a mí y a mi trabajo.


Sabía que no iba a encontrar en mí a alguien que no cuestionara su voz. De hecho, eso buscaba en nuestra colaboración, una mirada crítica. Debatimos mucho y nos rebatimos mucho. Pero por encima de todo, siempre me escuchó, nos escuchamos. Yo no era para él una redactora de notas de prensa a su servicio, era una profesional del periodismo con la que colaboraba que podía aconsejarle con una visión objetiva y así me trató desde el primer día hasta el último.


No llamaba a los medios para quejarse por una noticia incómoda. No me hacía llamar a los medios para hacerlo por él. Nunca me exigió comulgar con ruedas de molino ni con argumentarios impuestos ‘por los de arriba’ ni que me integrara en un proyecto político al que no pertenecía ni debía pertenecer para preservar la equidad de mi trabajo. Siempre respetó mi independencia y mi criterio.


Fueron siete años. Casi 2.550 días en los que el respeto mutuo desembocó en amistad. En los que aprendimos sobre los defectos y las virtudes del otro, a tolerarlos, aceptarlos y compatibilizarlos. Porque así es la amistad, no hay relaciones perfectas, hay relaciones cocinadas a fuego lento, en las que cada cual ocupa su lugar tal cual es, sin moldes en los que encajar a la fuerza.


Llegó el día en el que él siguió su camino y yo volví a lo realmente mío, la prensa. Desde entonces, alguna vez he escrito noticias que no han sido de su agrado, o no he escrito sobre asuntos que podía interesarle difundir, pero su reacción siempre ha sido la misma: «Sé quién eres. Es tu trabajo y sé que lo haces con profesionalidad». Nunca ha tratado de aprovechar la relación que nos une para conseguir favores informativos. No tolera que nadie me cuestione por lo que escribo o cómo lo hago.


En 25 años de profesión me he relacionado con muchos perfiles políticos. Demasiados de esos que te miran con recelo sin conocerte en absoluto porque creen que eres como ellos han decidido que seas, de los otros, no de los suyos, porque no cuentas la realidad como ellos esperan que la cuentes, porque solo hay una verdad, la suya. Porque así se clasifica en política. Me he encontrado con políticos que han pedido mi despido porque mi currículum les incomodaba, con políticos que quieren aprovechar su poder temporal, porque así es el poder de engañoso (creen que se quedará para siempre), que han tratado de arruinar mi imagen más allá incluso de mi profesión. Gente que se rodea solo de gente que defiende con celo su visión del mundo, y que acaba no dándose cuenta de que el mundo no tiene una sola clara y no hay posturas infalibles solo por tener un carnet concreto.


Mi respeto lo tienen todos esos políticos con los que me he encontrado, excelentes políticos y personas que no actúan así porque no quieren, que han visto en mí —y en los que se dedican a lo mismo que yo— a un igual a quien respetar antes de exigirle respeto. Porque la disciplina de partido está bien para lo que está bien, pero no para vivir, para tener una visión más allá del ombligo común. Entre estos últimos está Mario García, y así le ha ido algunas veces.


Como todas las personas intensas, explosivas, convencidas, ‘viscerales’, de fuerte carácter y convicciones, cuenta con detractores acérrimos, tan acérrimos como lo somos sus amigos fieles.


Mi edad, ya más cerca de los 50 que de los 40, y la experiencia que conlleva media existencia ya vivida, me han ayudado a reconocer que tengo pocas certezas en las cosas más trascendentes, y que he forjado una convicción firme: me resulta bastante indiferente lo que opinen sobre mí y lo que hago quienes no me tienen ningún aprecio, quienes ven en mí un instrumento del que aprovecharse o al que despreciar porque así es como funcionan las relaciones en esta compleja sociedad nuestra que tanto nos empeñamos en simplificar.


En este punto de mi vida, soy plenamente consciente de que por supervivencia, porque necesito llegar a final de mes como todo hijo de vecino, me veo obligada a difuminar mis convicciones más veces de las que me gustaría, pero soy dueña del camino que voy a recorrer, me guste más o menos. Solo los míos tienen acceso a mi estabilidad emocional. Y los míos no están entre quienes me juzgan por lo que escribo, lo que creen que quiero decir cuando escribo o deciden opinar que escribo porque de otro modo no entienden que no vea la verdad absoluta en sus manos. 


Mario García es de los míos, de la gente que me importa. Gente que solo espera de mí que sea como soy. Lo digo en voz alta, porque quiero, porque puedo y porque una debe estar donde debe estar y cuando debe estar. Y este es uno de esos momentos.


Porque hay momentos en los que hay que hacer un alto en el camino.


jueves, 22 de diciembre de 2016

Tiempo de amar


TIEMPO DE AMAR

(O de como un amigo se convierte en cómplice de historias en solo un clic)

Manuel reposaba en una de las jardineras diseñadas a modo de banco circular decoradas con trencadís que nunca le habían acabado de gustar. En su momento no negó que la reforma de la avenida fuera necesaria, pero echaba de menos unos imponentes árboles que le habían dado sombra mientras se evadía con los vileros piando sus melódicos cantos.

            Dependiendo de la posición del sol igual refrescaba que no, a pesar de estar en pleno mes de diciembre. «El tiempo se ha vuelto loco», pensó mientras acariciaba con cadencia la superficie gélida sobre la que se había sentado, compuesta de pequeñas porciones cerámicas unidas entre sí para dar forma a un decorado colorido, muy de moda en una zona en la que la industria azulejera había cobrado un protagonismo que antaño no tuvo.

            Manuel observaba las hojas amarillas y marrones que se resistían a abandonar las ramas de los árboles, preparados para recibir al invierno, y concluyó que constituían una bonita alegoría de su propia vida. El sol matizaba los perfiles de los edificios y anunciaba el final de una nueva jornada, un motivo de celebración más. Un día más…

            Cruzó las piernas a la altura de los tobillos y observó sus zapatos. Se los había comprado María en el mercado del viernes. Se empeñaba en hacerlo de vez en cuando, comprarle cosas para que fuera siempre «bien arreglado», decía cuando llegaba a casa con cualquier nueva adquisición. Él protestaba recordándole que la economía no estaba para gastos innecesarios, pero ella no consideraba innecesario nada de lo que hacía por él.

            María era una buena mujer y se sentía orgulloso de ella, aunque no lo decía. Nunca lo había dicho en voz alta.

            Se abrió ligeramente la cremallera de la chaqueta, que también le había comprado María. Después de varios días de temporal la ciudad volvía a resistirse a aceptar que el invierno debería de imponer su presencia con gélidas temperaturas. «El tiempo se ha vuelto loco», murmuró esta vez en voz alta.

            No sabía que iban a cenar esa noche. Últimamente no tenía demasiado apetito, pero María era muy buena cocinera, cualquier cosa que preparara merecía ser degustado y así lo haría sin rechistar, aunque podría conformarse con un vaso de leche y galletas.

            Cuando la vio salir de la tienda no sonrió por fuera, pero sí por dentro. Era la mujer más hermosa del mundo. Con cuidado metía algo en su monedero, sin duda las vueltas de la compra que seguramente no habría repasado, era descuidada para esos detalles, pero todo no podían ser virtudes. Se azuzó el pelo con suavidad, como hacía decenas de veces al día, como si le hiciera falta arreglarse. «¡Qué guapa eres María!», afirmó Manuel para sus adentros poniéndose en pie para recibirla.

            Cruzó con cuidado tras cerciorarse de que ningún vehículo se aproximaba bajo la atenta y enamorada mirada de Manuel. Una vez al otro lado, en el paseo peatonal que dividía la avenida en dos, le explicó con su dulce y melódica voz que «con unas tortillitas a la francesa nos arreglamos esta noche» y él solo asintió cogiendo la bolsa.

            Se situaron uno junto al otro, como habían hecho tantas y tantas veces en las mismas circunstancias, y como en todas ellas María se agarró de su brazo mientras él levantaba tanto como podía la barbilla orgulloso de exhibir a una mujer tan bella, a pesar de su piel arrugada, de su pelo canoso, de su dolor de rodillas y esa ligera artrosis que le arrebataba la energía para ser tan joven como se sentía.

Cincuenta años de matrimonio es mucho tiempo, pensó, pero como las hojas que se resistían a abandonar el árbol a pesar del implacable invierno, Manuel se llenó de ese tiempo de amar, el que le brindaba un nuevo día con su querida María.


Para Antonio Sánchez 
y todas esas personas que no dejan de quererse
a pesar del paso del tiempo.

martes, 20 de diciembre de 2016

La muerte de un paraguas



LA MUERTE DE UN PARAGUAS

(O como una gran foto puede inspirar una historia)


Esther peleaba contra el viento que había convertido una tarde lluviosa de finales de otoño en un verdadero tormento. Su pequeño paraguas de color rojo no parecía suficiente protección para la parte inferior de sus pantalones y buena parte del anorak negro con el que se abrigaba, que estaban empapados. Ninguno de esos inconvenientes era razón suficiente para interrumpir la espera.

De pie, junto a la zona de aparcamiento que limitaba una acera no pavimentada, se recreaba con los recuerdos que había alimentado la distancia. Evocaba paseos, conversaciones, silencios, complicidades, muchos vividos no demasiado lejos de aquel mismo lugar en el que dejaba que el agua y la humedad calaran su ropa y sus huesos, respectivamente.

Lo más complicado, a parte de conservar la paciencia amenazada por la ansiedad, era cogerle la mano a las ráfagas ventosas que venían de un sitio y de otro caprichosas, amenazando con rematar la existencia de un paraguas que había cogido prestado de casa de su madre sin demasiado acierto. Aún así se mantenía firme, la compensación bien valía el sacrificio.

Ocho meses es mucho tiempo cuando se lucha contra la añoranza. Desde hacía varios años la Navidad cobraba un sentido trascendente que solo quien se encuentre en su misma situación podría comprender. Ganarse mejor la vida había sido la apuesta. Más días que menos creía que tal vez ganar en ese sentido no era justificación suficiente para el sufrimiento que la acompañaba día sí y día también.

Permanecer imperturbable bajo el chaparrón con un minúsculo paraguas que luchaba contra su destino a golpe de cambio de orientación, no hacía más que acrecentar la sensación de abandono, de soledad, a pesar de que siempre estaba rodeada de gente.

Cómo suceden esas cosas nadie lo sabe. Es difícil precisar cuándo va a acabar la incógnita cuando hay tantos condicionantes como los que la rodeaban. El temporal con el que el invierno anunciaba su llegada no era de gran ayuda: carreteras cortadas, tráfico colapsado… Aún así, de forma inevitable sucedió, porque así estaba escrito. Instintivamente, sin más razón aparente que escenificar físicamente la espera, miró hacia su derecha.

Se acercaba caminando despacio, con su perenne sonrisa, la misma que ella reproducía en sueños, abrigado con un chaquetón oscura y cubierto con un paraguas tan oscuro como su chaquetón. A pesar del camuflaje en medio de una tarde de tormenta, no le cupo duda.

Apenas rotó su cuerpo lo suficiente para situarse de frente, justo en el mismo instante en el que el viento, caprichoso y tal vez providencial, forzó las negras varillas de su rojo paraguas hasta volverlas del revés. La lluvia se precipitó en toda su intensidad sobre Esther, que confundió las lágrimas con las gotas que salpicaban su cara implacables.

Roberto aceleró el paso y antes de lo previsto la abrazó: «¡Ey!, que te mojas».

Esther se cogió a su pecho como si no necesitara más protección que la suya contra las inclemencias: «¡Cuánto te he echado de menos!»

Se besaron, rubricando así ese instante tan anhelado. «Cariño, he venido para quedarme». Esther se amarró a un abrigo húmedo con el corazón henchido de felicidad.

El pequeño paraguas rojo vuelto del revés quedó en el suelo de una acera sin pavimentar flanqueada por vehículos mojados, mientras los amantes celebraban el reencuentro pensando que nunca la muerte de un paraguas tuvo tanta relevancia.

viernes, 1 de abril de 2016

Yo soy nieta de Paco 'El Forn'

Jo sóc neta de Paco El Forn*

(*Yo soy nieta de Paco El Forn. Lo de El Forn no lo traduzco porque le robaría esa esencia que tienen los sobrenombres, ese no se qué o qué se yo que los hace especiales, sería como querer traducir algunos apellidos, como querer ponerle puertas al campo… En resumen, que para los que no tenéis la fortuna de hablar y entender el valenciano, solo os doy la pista de que está relacionado con el oficio de panadero, que era el suyo).

Cuántas veces habré pronunciado esta misma frase desde que tengo uso de razón. La pregunta siempre era la misma «Xiqueta, i tú de qui eres?»*

(*Chiquilla, ¿y tú de quién eres?)

Y por supuesto, la respuesta todas las veces era idéntica: «Soy nieta de Paco El Forn. Mi tío es Paco Garcés, el de los electrodomésticos. Sí, mi madre es su hermana y de Sandalines, el de la imprenta», aunque hay que precisar que mi tío de Sandalines solo tenía a su mujer, aunque con el paso del tiempo casi se hizo más dueño de ese apellido que ella.

Mi infancia y buena parte de mi juventud ha estado vinculada muy estrechamente a la Vall d’Uixó. Allí he crecido, he jugado, he reído, he llorado, allí me estrené profesionalmente, allí me llevé los primeros golpes severos de la vida y también logré grandes satisfacciones. Mi primer premio literario lo gané en la Vall. El primer acto que presenté, fue en la Vall, la primera vez que hablé por una emisora de radio, la primera vez que intervine en un programa de televisión… Son tantas primeras veces en la Vall d’Uixó…

Tengo grandes amigos en esta ciudad y preciosos recuerdos (la práctica totalidad de los recuerdos feos no sé de dónde son, porque no los guardo, los tiro a la basura y deben de estar en algún vertedero convirtiéndose en gas metano, o en lo que quiera que se convierta la basura cuando se amontona y se abandona…).

He hecho y vivido tantas cosas en la ciudad vecina, el pueblo natal de mi madre y el adoptivo de mi padre, que me corre un no se qué por la cadena umbilical (que es como denomina mi hijo a la columna vertebral), que es como si formara parte de mi ADN, de mi propia esencia como persona.

Un día me distancié. Cosas que tiene la vida que te trae de aquí para allá y que te ofrece otras oportunidades, otros trabajos, otras amistades, una familia y unos hijos que son más de Nules que su propio nombre… Y dejé de patear casi a diario las calles de un pueblo que conocía mejor que el mío propio. Al principio lo eché de menos, pero cuando vine a darme cuenta pasaban semanas, incluso meses, sin recorrer los escasos kilómetros que separan mi vida de hoy, con la de ayer.

Pero ahora vuelvo a estar vinculada con la Vall. Lo dicho, caprichos del destino. El otro día tuve que dar un buen rodeo para llegar a la placeta de Sant Vicent, como tantas veces antes me había tocado hacer por el montaje de la feria en su acceso principal. Había quedado allí con el presidente de las fiestas, como tantas veces antes había quedado y pasé por la calle Diputación. El coche no se detuvo, pero mi corazón sí cuando vi a lo lejos el letrero de Garcés en la fachada de un edificio. Pocos metros más adelante, la puerta de la casa de mis abuelos. Me quedé allí, a pesar de que el vehículo y mi cuerpo siguieron el camino hasta la plaça dels Gitanos.



Los recuerdos se agolparon de tal manera que era incapaz de procesarlos. Me abordaron olores y sabores, escenas y visiones que formaban parte de una memoria dormida. Los vasos de leche con cola-cao (mucho, pero mucho cola-cao) en los que mojaba las galletas Río; los xuplaors (spaguettis) con carne de conejo, pollo o lo que hubiera en la nevera, las longanizas secas de la Chimberlina, la sopa de pepitetes… Me acordé del mueble del salón, cubierto en su parte superior por un cristal que protegía una infinidad de fotos, pequeños retales de la vida de toda la familia, la de los Garcés.



Me acordé del patio, que tenía dos alturas, siempre lleno de plantas, sobre todo geranios. Desde el inferior se veían los patios interiores de las casas de la manzana y la vista del Campanar de la Asunción. Fue inevitable que entrara en un flash back emocional al cuarto de los trastos, donde mi abuela guardaba los juguetes, muchos de los cuales no nos dejaba tocar porque eran de Gabriel, nuestro primo. Que nunca le he preguntado cuántas veces jugaba con ellos, alguna vez lo haré.



Recuperé la imagen de esa escalera que subía a una tercera terraza superior, a la que nunca accedí, a pesar de que ganas no me faltaron. Y es que en esa casa habían unas cuantas puertas que no teníamos permiso para traspasar, lo cual se convertía en el mejor motivo para imaginar historias y aventuras que siempre jugamos, pero nunca vivimos.



Me acordé de que las habitaciones olían a fiesta, porque siempre que dormíamos allí era fin de semana o estábamos de vacaciones. Reñíamos por las camas, aunque había bastantes, pero la cuestión era discutir. Yo creo que las probé todas, menos la de mis abuelos.

Me acordé de mi abuelo sentado en la mecedora, en el comedor, con esos grandes ventanales que daban al Campanar a su lado, y como cuando mi hermana le decía que bajara las persianas porque salíamos en ropa interior y nos podían ver. Él le contestaba «Sí fill meu, ahí estàn tots penjats en pinces als fils d’estendre per a vore’t a tú»*

*(Sí hija mía, ahí están todos colgados con pinzas en los hilos de tender para verte a ti)




Recuerdo lo rabioso que se ponía cuando veía a Miguel Bosé en la televisión. Posiblemente sería la única persona en el mundo a la que mi abuelo odiaba de forma incondicional. Y cuánto nos reíamos nosotras haciéndole rabiar cuando veíamos las repeticiones de los especiales de Nochevieja.

Fue inevitable sentir el mismo escalofrío que experimentaba cada vez que mi abuela me llevaba al baño y me decía: «Ale, llavat be el parrús en el xorret»*, un xorret de agua fría o más bien congelada, que te despertabas sí o sí.

*(Ale, lávate bien… —No se bien como traducirlo, lo haré a lo fino—, ‘los genitales’ con el chorrito).

Pensé en la cantidad de veces que bajábamos a jugar en la calle. Tenía mis propios amigos de la Vall. Me vienen a la cabeza los nombres de Mariola y Germán, aunque no tengo ni idea de qué será de sus vidas ahora.

Y no pude evitar evocar los habituales y constantes paseos desde casa de mi abuela hasta la tienda de electrodomésticos de mi tío donde tenía un buen puñado de primos: Paco, Tere, Mari, Tica, Laura, Gabriel… ¡Cuántas cosas habremos vivido juntos! Raquel y Vicente José… ¡Cuánto nos cambia la vida y cuánto nos aleja sin darnos cuenta!

Pero todos tenemos algo en común que no perderemos nunca: todos esos recuerdos y un apellido, que al final, objetivamente, es solo como una matrícula que nos diferencia del resto de gente y que oírlo de seguido nos suena raro más allá de cuando nos pasaban lista en clase y tenemos que identificarnos ante organismos oficiales.

El otro día, mientras iba a por el libro de fiestas de Sant Vicent para poder estar al tanto de todos los actos programados y así cubrirlos en mis noticias y reportajes de manera conveniente, volví a sentirme parte de todo eso, de ese pueblo que tanto ha cambiado, pero que en muchas cosas sigue siendo el mismo. Y concluí que me enorgullece tener ese apellido Garcés, sonoro, melódico, tan parecido al agradecimiento, con tanta herencia y tantas cosas que contar sobre una familia, que es la mía, con unas personas a las que quise mucho y a las que quiero tanto…


Ahora, cuando hablo con alguien ya no digo que soy ‘neta de Paco El Forn’. Suelo decir que soy Mònica Mira, y ya la gente me conoce. Utilizo poco lo de Garcés, por eso este particular homenaje a esa parte de mi nombre que tanto dice de mí.

sábado, 12 de marzo de 2016

Lo que cuenta una galleta

Una galleta es una galleta, de la misma forma que una silla es una silla, una bombilla es una bombilla y un libro es un libro. Hasta aquí la perogrullada, porque en más de una ocasión, un libro es mucho más que un libro y por ese mismo motivo, una galleta puede llegar a ser más de lo que su apariencia dice.

         Esta mañana me he comido uno de estos dulces otorgándole al momento la importancia que se merecía. He intentado que durara dándole pequeños mordiscos, porque quería que cada uno de ellos acompañara a una reflexión sobre la trascendencia que tienen los gestos, y como la decisión de comprar una simple caja de galletas en un pueblo llamado Nailloux, es digno de un post en mi humilde blog.

         Ayer estuve en el Club de Lectura de Cosas & Musas, el que tengo el placer de organizar con el apoyo de un grupo de mujeres emprendedoras, trabajadoras, pero sobre todo, buenas personas, que todavía creen que la ilusión pesa más que el dinero en la vida (aunque el dinero pague las facturas y permita comprar galletas… entre otras cosas).

         En esta ocasión contamos con la participación de Rosario Raro, una mujer de Segorbe, la ciudad donde nací, aunque solo hice eso allí, porque mi madre tenía caprichos raros como el de recorrer unas cuantas decenas de kilómetros de una carretera serpenteante —de eso hace ya más de 40 años, por lo que os invito a imaginar cómo podía ser el trayecto—, solo para que naciéramos en su maternidad.

A parte de esa coincidencia, hasta ahora no me unía nada más con Rosario, porque ni me atrevo a decir que las dos escribimos. Yo lo intento. Ella no solo lo consigue con una solvencia sobradamente demostrada, sino que enseña a otros a hacerlo.

Pero ayer, la autora de Volver a Canfranc trajo dos cajas de galletas a nuestra reunión. Las había comprado en Nailloux, un pueblo francés en el que presentó días antes su novela. Y ahí empieza a cobrar significado todo. Porque mientras me como uno de esos biscuits aux pépites de chocolat, con el distintivo Societé DV France, pienso en el momento determinado, en el que una mujer a la que apenas conozco, decidió acercarse a una tienda y comprar galletas para compartirlas con las personas que participaran en el Club de Lectura de Nules, entre las que yo estaba, al que le habían invitado un viernes por la tarde a las 20.30 horas.

Rosario Raro podía haber venido a vender libros, podía haberse limitado a cumplir con la papeleta de promocionar su novela dentro de una campaña diseñada por su editorial, podía haber sido correctamente amable, responder las preguntas y firmar libros. Pero decidió comprar unas galletas y una taza con la estación de Canfranc que regaló a la primera persona que descubrió uno de los detalles escondidos en su relato.

Lo confieso, no he acabado de leer su libro, ni tan siquiera me encuentro en un punto intermedio o avanzado que me permita valorarlo desde una visión estrictamente personal, basada en el gusto o el disgusto. Soy incapaz de hacer compatibles las 24 horas del día, con el indispensable descanso, el trabajo, dar salida a la repentina inspiración que se agolpa en mi cabeza y ser mamá a tiempo completo. Pero ayer experimenté como la novela que acabaré de leer cuando el reloj y mi batalla contra él me lo permitan, cobró vida gracias a la pasión con la que su autora la compartía con los presentes.

Rosario fue más que amable, más que próxima y más que generosa. Nos hizo sentir especiales y parte de su proyecto, lo que corroboró mi particular visión de la literatura, que se fundamenta en el hecho de que los libros, y por lo tanto sus autores, deberían de buscar la proximidad con las personas que van a leerlos. En un intento de formar parte de una élite cultural, no deberían de hacerles sentir ignorantes o descuidados por elegir unas historias u otras, ni identificarlos con una masa uniforme con la que hay que lidiar para poder vender el máximo de ejemplares posibles.

Los lectores comunes y corrientes queremos sentir, entretenernos, trasladarnos en el tiempo y en el espacio a través de lo que nos cuentan. La mayoría no entendemos (ni queremos entender, al menos hablo por mí) de personajes planos o complejos, de historias demasiado reales o torpemente inventadas con una estructura o una técnica narrativa determinadas… Todo se camufla y se confunde, casi desaparece, cuando la historia consigue atraparnos. Y por lo que comentaron quienes participaron en esta experiencia, Rosario Raro lo consigue. Mi reto es comprobarlo.

Pero con todo, con el convencimiento de que completaré la lectura de Volver a Canfranc más pronto que tarde y tendré mi propia opinión sobre ella; con la satisfacción de poder participar en un Club de Lectura donde descubro que los lectores son más que los que aparecen en las estadísticas, porque las estadísticas son números y los lectores son personas con nombres y apellidos, que a veces se compran los libros, pero otras veces los prestan o los piden prestados de amigos, familiares o bibliotecas; con la convicción de que un libro es una oportunidad de evasión y de aprendizaje, con todo eso en mi mente, me quedo con lo más simple. Me ha encantado conocer a Rosario Raro, la autora, pero sobre todo a la persona que, a cientos de kilómetros de distancia, decidió comprar unas galletas para gente a la que no conocía de nada, pero a la que quería agradecer que hubieran leído su libro.


Por todo eso, como digo, una galleta puede no ser lo que dice la caja que la presenta.