jueves, 22 de diciembre de 2016

Tiempo de amar


TIEMPO DE AMAR

(O de como un amigo se convierte en cómplice de historias en solo un clic)

Manuel reposaba en una de las jardineras diseñadas a modo de banco circular decoradas con trencadís que nunca le habían acabado de gustar. En su momento no negó que la reforma de la avenida fuera necesaria, pero echaba de menos unos imponentes árboles que le habían dado sombra mientras se evadía con los vileros piando sus melódicos cantos.

            Dependiendo de la posición del sol igual refrescaba que no, a pesar de estar en pleno mes de diciembre. «El tiempo se ha vuelto loco», pensó mientras acariciaba con cadencia la superficie gélida sobre la que se había sentado, compuesta de pequeñas porciones cerámicas unidas entre sí para dar forma a un decorado colorido, muy de moda en una zona en la que la industria azulejera había cobrado un protagonismo que antaño no tuvo.

            Manuel observaba las hojas amarillas y marrones que se resistían a abandonar las ramas de los árboles, preparados para recibir al invierno, y concluyó que constituían una bonita alegoría de su propia vida. El sol matizaba los perfiles de los edificios y anunciaba el final de una nueva jornada, un motivo de celebración más. Un día más…

            Cruzó las piernas a la altura de los tobillos y observó sus zapatos. Se los había comprado María en el mercado del viernes. Se empeñaba en hacerlo de vez en cuando, comprarle cosas para que fuera siempre «bien arreglado», decía cuando llegaba a casa con cualquier nueva adquisición. Él protestaba recordándole que la economía no estaba para gastos innecesarios, pero ella no consideraba innecesario nada de lo que hacía por él.

            María era una buena mujer y se sentía orgulloso de ella, aunque no lo decía. Nunca lo había dicho en voz alta.

            Se abrió ligeramente la cremallera de la chaqueta, que también le había comprado María. Después de varios días de temporal la ciudad volvía a resistirse a aceptar que el invierno debería de imponer su presencia con gélidas temperaturas. «El tiempo se ha vuelto loco», murmuró esta vez en voz alta.

            No sabía que iban a cenar esa noche. Últimamente no tenía demasiado apetito, pero María era muy buena cocinera, cualquier cosa que preparara merecía ser degustado y así lo haría sin rechistar, aunque podría conformarse con un vaso de leche y galletas.

            Cuando la vio salir de la tienda no sonrió por fuera, pero sí por dentro. Era la mujer más hermosa del mundo. Con cuidado metía algo en su monedero, sin duda las vueltas de la compra que seguramente no habría repasado, era descuidada para esos detalles, pero todo no podían ser virtudes. Se azuzó el pelo con suavidad, como hacía decenas de veces al día, como si le hiciera falta arreglarse. «¡Qué guapa eres María!», afirmó Manuel para sus adentros poniéndose en pie para recibirla.

            Cruzó con cuidado tras cerciorarse de que ningún vehículo se aproximaba bajo la atenta y enamorada mirada de Manuel. Una vez al otro lado, en el paseo peatonal que dividía la avenida en dos, le explicó con su dulce y melódica voz que «con unas tortillitas a la francesa nos arreglamos esta noche» y él solo asintió cogiendo la bolsa.

            Se situaron uno junto al otro, como habían hecho tantas y tantas veces en las mismas circunstancias, y como en todas ellas María se agarró de su brazo mientras él levantaba tanto como podía la barbilla orgulloso de exhibir a una mujer tan bella, a pesar de su piel arrugada, de su pelo canoso, de su dolor de rodillas y esa ligera artrosis que le arrebataba la energía para ser tan joven como se sentía.

Cincuenta años de matrimonio es mucho tiempo, pensó, pero como las hojas que se resistían a abandonar el árbol a pesar del implacable invierno, Manuel se llenó de ese tiempo de amar, el que le brindaba un nuevo día con su querida María.


Para Antonio Sánchez 
y todas esas personas que no dejan de quererse
a pesar del paso del tiempo.

martes, 20 de diciembre de 2016

La muerte de un paraguas



LA MUERTE DE UN PARAGUAS

(O como una gran foto puede inspirar una historia)


Esther peleaba contra el viento que había convertido una tarde lluviosa de finales de otoño en un verdadero tormento. Su pequeño paraguas de color rojo no parecía suficiente protección para la parte inferior de sus pantalones y buena parte del anorak negro con el que se abrigaba, que estaban empapados. Ninguno de esos inconvenientes era razón suficiente para interrumpir la espera.

De pie, junto a la zona de aparcamiento que limitaba una acera no pavimentada, se recreaba con los recuerdos que había alimentado la distancia. Evocaba paseos, conversaciones, silencios, complicidades, muchos vividos no demasiado lejos de aquel mismo lugar en el que dejaba que el agua y la humedad calaran su ropa y sus huesos, respectivamente.

Lo más complicado, a parte de conservar la paciencia amenazada por la ansiedad, era cogerle la mano a las ráfagas ventosas que venían de un sitio y de otro caprichosas, amenazando con rematar la existencia de un paraguas que había cogido prestado de casa de su madre sin demasiado acierto. Aún así se mantenía firme, la compensación bien valía el sacrificio.

Ocho meses es mucho tiempo cuando se lucha contra la añoranza. Desde hacía varios años la Navidad cobraba un sentido trascendente que solo quien se encuentre en su misma situación podría comprender. Ganarse mejor la vida había sido la apuesta. Más días que menos creía que tal vez ganar en ese sentido no era justificación suficiente para el sufrimiento que la acompañaba día sí y día también.

Permanecer imperturbable bajo el chaparrón con un minúsculo paraguas que luchaba contra su destino a golpe de cambio de orientación, no hacía más que acrecentar la sensación de abandono, de soledad, a pesar de que siempre estaba rodeada de gente.

Cómo suceden esas cosas nadie lo sabe. Es difícil precisar cuándo va a acabar la incógnita cuando hay tantos condicionantes como los que la rodeaban. El temporal con el que el invierno anunciaba su llegada no era de gran ayuda: carreteras cortadas, tráfico colapsado… Aún así, de forma inevitable sucedió, porque así estaba escrito. Instintivamente, sin más razón aparente que escenificar físicamente la espera, miró hacia su derecha.

Se acercaba caminando despacio, con su perenne sonrisa, la misma que ella reproducía en sueños, abrigado con un chaquetón oscura y cubierto con un paraguas tan oscuro como su chaquetón. A pesar del camuflaje en medio de una tarde de tormenta, no le cupo duda.

Apenas rotó su cuerpo lo suficiente para situarse de frente, justo en el mismo instante en el que el viento, caprichoso y tal vez providencial, forzó las negras varillas de su rojo paraguas hasta volverlas del revés. La lluvia se precipitó en toda su intensidad sobre Esther, que confundió las lágrimas con las gotas que salpicaban su cara implacables.

Roberto aceleró el paso y antes de lo previsto la abrazó: «¡Ey!, que te mojas».

Esther se cogió a su pecho como si no necesitara más protección que la suya contra las inclemencias: «¡Cuánto te he echado de menos!»

Se besaron, rubricando así ese instante tan anhelado. «Cariño, he venido para quedarme». Esther se amarró a un abrigo húmedo con el corazón henchido de felicidad.

El pequeño paraguas rojo vuelto del revés quedó en el suelo de una acera sin pavimentar flanqueada por vehículos mojados, mientras los amantes celebraban el reencuentro pensando que nunca la muerte de un paraguas tuvo tanta relevancia.