Una galleta es una galleta, de la misma forma que
una silla es una silla, una bombilla es una bombilla y un libro es un libro.
Hasta aquí la perogrullada, porque en más de una ocasión, un libro es mucho más
que un libro y por ese mismo motivo, una galleta puede llegar a ser más de lo
que su apariencia dice.
Esta
mañana me he comido uno de estos dulces otorgándole al momento la importancia
que se merecía. He intentado que durara dándole pequeños mordiscos, porque
quería que cada uno de ellos acompañara a una reflexión sobre la trascendencia
que tienen los gestos, y como la decisión de comprar una simple caja de
galletas en un pueblo llamado Nailloux, es digno de un post en mi humilde blog.
Ayer
estuve en el Club de Lectura de Cosas & Musas, el que tengo el placer de organizar
con el apoyo de un grupo de mujeres emprendedoras, trabajadoras, pero sobre
todo, buenas personas, que todavía creen que la ilusión pesa más que el dinero
en la vida (aunque el dinero pague las facturas y permita comprar galletas…
entre otras cosas).
En
esta ocasión contamos con la participación de Rosario Raro, una mujer de
Segorbe, la ciudad donde nací, aunque solo hice eso allí, porque mi madre tenía
caprichos raros como el de recorrer unas cuantas decenas de kilómetros de una
carretera serpenteante —de eso hace ya más de 40 años, por lo que os invito a
imaginar cómo podía ser el trayecto—, solo para que naciéramos en su
maternidad.
A parte de esa
coincidencia, hasta ahora no me unía nada más con Rosario, porque ni me atrevo
a decir que las dos escribimos. Yo lo intento. Ella no solo lo consigue con una
solvencia sobradamente demostrada, sino que enseña a otros a hacerlo.
Pero ayer, la autora de Volver a Canfranc trajo dos cajas de
galletas a nuestra reunión. Las había comprado en Nailloux, un pueblo francés
en el que presentó días antes su novela. Y ahí empieza a cobrar significado todo.
Porque mientras me como uno de esos biscuits aux pépites de chocolat, con el
distintivo Societé DV France, pienso en el momento determinado, en el que una
mujer a la que apenas conozco, decidió acercarse a una tienda y comprar
galletas para compartirlas con las personas que participaran en el Club de
Lectura de Nules, entre las que yo estaba, al que le habían invitado un viernes
por la tarde a las 20.30 horas.
Rosario Raro podía haber
venido a vender libros, podía haberse limitado a cumplir con la papeleta de
promocionar su novela dentro de una campaña diseñada por su editorial, podía haber
sido correctamente amable, responder las preguntas y firmar libros. Pero
decidió comprar unas galletas y una taza con la estación de Canfranc que regaló
a la primera persona que descubrió uno de los detalles escondidos en su relato.
Lo confieso, no he
acabado de leer su libro, ni tan siquiera me encuentro en un punto intermedio o
avanzado que me permita valorarlo desde una visión estrictamente personal,
basada en el gusto o el disgusto. Soy incapaz de hacer compatibles las 24 horas
del día, con el indispensable descanso, el trabajo, dar salida a la repentina
inspiración que se agolpa en mi cabeza y ser mamá a tiempo completo. Pero ayer
experimenté como la novela que acabaré de leer cuando el reloj y mi batalla
contra él me lo permitan, cobró vida gracias a la pasión con la que su autora
la compartía con los presentes.
Rosario fue más que
amable, más que próxima y más que generosa. Nos hizo sentir especiales y parte
de su proyecto, lo que corroboró mi particular visión de la literatura, que se
fundamenta en el hecho de que los libros, y por lo tanto sus autores, deberían de
buscar la proximidad con las personas que van a leerlos. En un intento de
formar parte de una élite cultural, no deberían de hacerles sentir ignorantes o
descuidados por elegir unas historias u otras, ni identificarlos con una masa
uniforme con la que hay que lidiar para poder vender el máximo de ejemplares posibles.
Los lectores comunes y
corrientes queremos sentir, entretenernos, trasladarnos en el tiempo y en el
espacio a través de lo que nos cuentan. La mayoría no entendemos (ni queremos
entender, al menos hablo por mí) de personajes planos o complejos, de historias
demasiado reales o torpemente inventadas con una estructura o una técnica
narrativa determinadas… Todo se camufla y se confunde, casi desaparece, cuando
la historia consigue atraparnos. Y por lo que comentaron quienes participaron
en esta experiencia, Rosario Raro lo consigue. Mi reto es comprobarlo.
Pero con todo, con el
convencimiento de que completaré la lectura de Volver a Canfranc más pronto que
tarde y tendré mi propia opinión sobre ella; con la satisfacción de poder
participar en un Club de Lectura donde descubro que los lectores son más que
los que aparecen en las estadísticas, porque las estadísticas son números y los
lectores son personas con nombres y apellidos, que a veces se compran los
libros, pero otras veces los prestan o los piden prestados de amigos, familiares
o bibliotecas; con la convicción de que un libro es una oportunidad de evasión
y de aprendizaje, con todo eso en mi mente, me quedo con lo más simple. Me ha
encantado conocer a Rosario Raro, la autora, pero sobre todo a la persona que, a
cientos de kilómetros de distancia, decidió comprar unas galletas para gente a
la que no conocía de nada, pero a la que quería agradecer que hubieran leído su
libro.
Por todo eso, como digo,
una galleta puede no ser lo que dice la caja que la presenta.
Libro, simpatía, historia, trama, comunicación, empatía, participación, interés, organización, literatura y galletas. Eso hubo ayer tarde en la biblioteca de Nules. Doy fe.
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