martes, 10 de junio de 2014

Un cuento frívolo inspirado en hechos reales


El día no empieza bien. Los días como hoy no empiezan bien porque no se puede iniciar una jornada pensando en que vas a hacer algo que no quieres hacer, que no te apetece, que no te gusta. Es desolador tener que asumir una obligación que te incomoda y te agobia. Pero así son las cosas en la vida de vez en cuando. Hoy toca limpieza.

No es que toque porque así esté estipulado en una norma suprema insalvable a riesgo de cometer delito, es mucho peor. Hoy toca limpieza porque no queda otro remedio, porque nadie va a venir a dejar la casa higiénicamente presentable.

Las obligaciones domésticas y yo no nos llevamos bien. Algo pasó en algún momento, no sabría precisar exactamente cuál… igual fue un accidente fortuito, un error en la combinación de los cromosomas… no sabría decirlo pero perdí ese instinto, el de comprender la necesidad de tener que arreglarlo y limpiarlo todo yo misma, lo que es peor, yo sola.

Por eso hoy estoy de mal humor. Porque no me gusta limpiar.

Y el caso es que ni me considero una fémina doméstica ejemplar, ni me avergüenzo al reconocerlo. De hecho he reivindicado y reivindico que las tareas domésticas son cosa de todos los residentes de la misma vivienda. Es fácil: todos ensucian y desordenan, todos limpian y ordenan. Pero ¿qué pasó para que al final siempre acabe siendo que no? Sin duda debe ser algún tipo de abducción a la que un día nos sometieron a algunas y lo hacemos como víctimas de una sesión de hipnosis que nunca llegó a concluir, de manera que sin ser demasiado conscientes, asumimos ese rol, aunque no sin rechistar, pero lo asumimos.

No lo puedo evitar. La fregona, el trapo del polvo, la lejía, el cubo, la aspiradora, me producen algún tipo de reacción alérgica en el cerebro que provoca que mi cara sea el puro reflejo de la frustración. No sé si hay alguna circunstancia de mi vida cotidiana y rutinaria que me incomode más.

Creo que voy a escribir un manifiesto. Voy a plantarme definitivamente. El lema de mi protesta será: “O todos o ninguno”.

Pero el caso es que, no sé que pasa, que al final el ninguno se convierte en yo… Tal vez este fenómeno merezca un estudio psicológico, científico, aritmético o sociológico (quién sabe si no estará hecho ya y lo desconozco). Alguien debe dar una respuesta a la pregunta de por qué al final tengo que acabar haciéndolo yo.

Voy a convertirme en objetora de conciencia. Voy a ser una feminista doméstica y voy a declararme en huelga. Las consecuencias no tardarán en sentirse, porque tengo la sartén por el mango, el poder está en mis manos. Soy como el empleado del servicio de limpieza público, si no recojo la basura se amontonará hasta que ya no sea sostenible y entonces no habrá más remedio que sentarse a la mesa para negociar condiciones ventajosas para todas las partes.

Pero en mi casa no hay sindicato, ni mesa de negociación, ni comité de empresa. En mi casa, cuando de limpiar se trata, estamos yo y todos los demás. Y yo, que me creo el jefe, acabo siendo un empleado con poca motivación y con una retribución escasa, pero empleado al fin y al cabo, por lo que la solución se me antoja complicada…

Algún día, cuando mi malhumor alcanza un nivel mayúsculo, los daños colaterales se dejan sentir y el aspirador se pasa sorprendentemente sin que yo lo haga. No es que el gesto me haga sentir mejor, simplemente acorta el infortunio.

Me voy a plantar. Voy a comprar una cartulina y dibujaré una tabla con la distribución de las tareas, a cada cual la suya, todas distribuidas equitativamente. El caso es que tampoco se me dan demasiado bien los trabajos manuales… y nunca me acuerdo de comprar la cartulina.

No digo que el resto de residentes en este hogar dulce hogar sean egoístas, ni más limpios o más sucios que yo. Solo digo que están mejor fabricados. No sienten ese peso de la obligación que alguien debió injertar en algún lugar recóndito de mi encéfalo sin que yo me diera cuenta. Debía ser muy pequeña cuando eso pasó, o borraron mi memoria para que no sea capaz de identificar al autor de semejante aberración.

Soy una mujer distinta dentro y fuera de casa, porque fuera no me enfado tanto por los sacrificios y obligaciones poco agradecidas, los asumo en el caso de que no haya más remedio, tal vez sea porque la mayor parte de las veces son un requisito laboral y tienen una compensación económica. Tal vez la solución sea reivindicar un sueldo, algún tipo de indemnización que motive mi dedicación.

El resumen es que no me gusta limpiar. Y aquí estoy, toda la mañana divagando, protestando y despotricando con la determinación de convertirme en un ser inflexible, hoy me planto. Y entonces me detengo y pego un vistazo a mi alrededor: he dejado la casa limpia y ordenada. Quizás la próxima vez, sin duda, la próxima vez llevaré mi reivindicación a buen puerto…

1 comentario:

  1. jajaja... me parto. Yo la verdad que no tengo ese problema, nos repartimos las tareas y hasta me atrevo a decir que me malcría y hace más que yo.

    Como diría mi madre... y la satisfacción cuando terminas de ver la casa limpia??

    besos!

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