En mi pueblo volvemos a
estar en fiestas.
Lo cierto es que no suele
ser el mejor momento del año para alguien como yo, a quien lo mismo le da
sábados, que domingos, que fiestas de guardar.
Sé que a veces puede
parecer que lo mío no son las rutinas, pero lo son, sobre todo la tranquilidad
que esas rutinas me reportan. En una sociedad llena de estrés, de prisas, de atropellos
y dolores de cabeza en cada esquina, traspasar la puerta de mi casa, sentarme
en el sofá y respirar la seguridad de un entorno que controlo, rodeada de los
míos, dejando el mundo que no para al otro lado de las paredes, es cuanto
necesito para trabajarme la felicidad cotidiana. No pido más.
Pero ahora son fiestas. Lo
de la rutina, la tranquilidad y sobre todo lo de entrar en mi casa y dejar el mundo que no para al otro lado de las
paredes es prácticamente imposible, sobre todo cuando a muy pocos metros
bajo la ventana de mi dormitorio hay una cochera en cuyo interior un grupo de
adolescentes dan rienda suelta a sus ansias de rebeldía y libertinaje a golpe
de decibelios.
Sí, me quejo bastante
sobre este tema, ya lo sabéis quienes me seguís. Y sí, voy a seguir quejándome
mientras haya una cochera bajo la ventana de mi dormitorio en cuyo interior un
grupo de adolescentes den rienda suelta a sus ansias de rebeldía y libertinaje
a golpe de decibelios.
A pesar de eso, en esta
ocasión no voy a quejarme, ya lo haré mañana cuando vuelvan a poner la música a
un volumen suficiente como para que todo hijo de vecino sepa de su existencia.
Hoy, para variar, voy a
realizar un ejercicio de tolerancia, que sin lugar a dudas será muy saludable.
Es media noche, soy
incapaz de dormir con la marcha del viernes inaugural de las celebraciones
populares entrando por mi ventana de forma tan insistente, pero voy a demostrar
que soy capaz de ser comprensiva con sus circunstancias. Son fiestas, vamos,
hay que ser más flexible.
Por eso os invito a
participar en el ejercicio de ponernos en el lugar del otro, que siempre viene
bien.
Para eso os invito a
convertir la frase ‘Venga, un poco de
paciencia, que son fiestas. Solo son unos días’, en el eslogan de la
próxima semana para todas las acciones que llevemos a cabo aunque, como digo,
poniéndonos en el lugar de quienes están en ese casal que tantas horas de sueño
y tranquilidad me roban.
Empecemos pues.
Os propongo que a partir
de mañana, cada vez que cojáis el coche para desplazaros por Nules y tengáis
que aparcarlo para hacer cualquier recado, hacedlo delante de un vado. A ser
posible, además, encima de la acera. Bueno, es una acción un poco incívica y
posiblemente pueda provocarle alguna molestia importante al propietario de la
cochera, que por otra parte paga un impuesto por reservar el espacio de salida.
Pero colocaremos un letrero bajo el parabrisas que diga: “Venga, un poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”.
Seguro que lo entiende.
Otra acción que vamos a
realizar cuantos nos unamos a este ejercicio de tolerancia será, cuando salgamos
a tirar la bolsa de la basura, la dejaremos fuera del contenedor, aunque este
esté vacío. Es mucho más cómodo, dónde vas a parar, y más higiénico que tener
que tocar con las manos la tapa del depósito de plástico, que debe de estar
llena de microbios. Seguramente cuando la basura empiece a amontonarse
producirá molestias a las personas que vivan cerca del contenedor y a las que
transiten por la zona, pero colocaremos una notita que diga: “Venga, un poco de paciencia, que son
fiestas. Solo son unos días”. Entonces les parecerá bien.
Otra medida que nos
ayudará a comprender lo bueno que es hacer un ejercicio de tolerancia como el
que planteo será llamar a todos los timbres de las casas de camino al
supermercado, o cuando vayamos de paseo. Da igual la hora del día, de hecho,
cuanto más intempestivas sean más divertido, porque llamar cuando sabemos que
el vecino no está en casa no tiene gracia. Si está durmiendo mejor que mejor,
porque ver la cara del sujeto en cuestión cuando se levante del sofá o de la
cama para abrir y ver que no hay nadie es la parte más motivante de la acción.
Claro, previamente pegaremos con un poquito de celo junto al timbre un
letrerito en el que ponga: “Venga, un
poco de paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Entonces no se
enfadará. Igual se ríe y todo.
Finalmente, porque tampoco
quiero que tengamos demasiadas tareas estos días, al fin y al cabo son fiestas,
cuando pasemos junto a algún bebé, una persona mayor, alguien que esté enfermo,
o simplemente una persona que parezca estar tranquila disfrutando de su vida
tomando un café en una terrazita o sentada en un banco de la plaza mientras le
pega el solecito otoñal en la cara, nos pararemos en frente y empezaremos a
gritarle. Así, sin más, no hace falta ningún motivo especial. Podemos utilizar
palabras soeces preferentemente, que son más cachondas, más divertidas. Les
gritaremos y nos reiremos, y si nos piden por favor que no sigamos haciéndolo,
les gritaremos más aún. Eso sí, antes de despedirnos les diremos muy
amablemente: “Venga, un poco de
paciencia, que son fiestas. Solo son unos días”. Y así estará todo
justificado.
Moraleja del ejercicio de
tolerancia: Si se trata de ser incívico, de no tener en cuenta el respeto por
los demás, de hacer lo que nos plazca sin límites, y que eso se convierta en
una costumbre socialmente aceptada, todos tenemos derecho a poder hacerlo, no
solo quienes tienen un casal donde no existen normas, donde no se respeta el
descanso de los vecinos y donde todo está permitido bajo la premisa de que “Venga, un poco de paciencia, que son
fiestas. Solo son unos días” .
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